Capítulo 1: Arañas contra ardillas

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Pit-Pat cruzaba velozmente Central Park. Se columpiaba entre los árboles como si hubiera nacido para ello. Saltar de rama en rama se había convertido en una reacción natural para él, puro instinto. Se movía con una agilidad y una presteza que ningún humano sería capaz de igualar.

Por supuesto, esto era normal, ya que Pit-Pat era una ardilla.

Y no era la única ardilla que se había puesto en movimiento. Cientos, quizás miles de ellas se dirigían raudas en la misma dirección. La dirección contraria, por cierto, a aquella hacia la que los ruidosos humanos corrían en desbandada, claramente asustados, pero obligados a permanecer a ras de suelo, a merced de los caprichos de la marea de gente que su especie estaba formando. Lo cual hacía un tanto irónico que las ardillas que pasaban por encima de sus cabezas, corriendo hacia aquello de lo que los bípedos huían, estuvieran respondiendo a la llamada de una humana.

Por descontado, no se trataba de una humana común y corriente. Para empezar, era capaz de moverse igualando la agilidad y presteza de las ardillas, lo cual ya hemos establecido como imposible. Aunque para alguien habituado a Central Park, encontrarse con lo imposible tampoco era algo particularmente digno de mención, ni siquiera si ese alguien era una ardilla. Además, comprendía y hablaba con fluidez el ardillés. Las ardillas de Central Park conocían a muy pocos seres humanos capaces de comunicarse con ellas así, y la mayoría de ellos lo habían aprendido de esa humana. Pero por si todo eso no fuera suficiente para dejar claro que era diferente de otros de su especie, aquella humana era amable.

Conocía a cada ardilla por su nombre (nombres que, en algunos casos, ella misma les había dado), les traía comida, se interesaba por sus vidas cuando hablaba con ellas y siempre pedía las cosas por favor y daba las gracias. A lo largo de los años, se había hecho amiga de todas las ardillas de la zona. Así pues, no era extraño que Pit-Pat y el resto de ardillas se apresurasen a acudir a su llamada y estuvieran dispuestas a aceptar sus órdenes. Aunque órdenes no era la palabra correcta. Algunas de las ardillas de Central Park, escapadas de circos y espectáculos, sabían lo que era recibir órdenes de un humano. Generalmente era desagradable, doloroso y ruidoso. La humana nunca ordenaba. Solo pedía. Y las ardillas siempre estaban dispuestas a echarle una pata a su buena amiga.

Especialmente si se encontraba en peligro.

Y, en vistas del panorama que se alzaba ante Pit-Pat, este parecía ser el caso. Frente a las ardillas se estaba gestando una batalla. A un lado, la humana que les había llamado, una joven de pelo corto naranja y cola grande, peluda y suave: Doreen Green, la Chica Ardilla. Junto a ella, varios de sus amigos: media decena de humanos jóvenes como ella (bueno, técnicamente uno era un robot con un cerebro en un frasco por cabeza, pero el cerebro era humano) y un par de millares de ardillas.

En el otro lado, una gran masa de pequeñas figuras oscuras, que se movían demasiado rápido y demasiado juntas como para distinguirlas. Su movimiento era casi hipnótico, o por lo menos así le pareció a Pit-Pat cuando llegó al lugar y las vio desde la rama de un árbol. Se quedó mirándolas, viendo trazos y formas en el baile caótico que aparentaban. Casi podía sentir que algo dentro de esa masa voraz... le llamaba. Tuvo que esforzarse para apartar la mirada y centrarla en la figura en torno a la que la masa se arremolinaba. Una mujer de pelo gris y mirada inteligente, que llevaba un anillo de hierro en la mano izquierda y lo que parecía alguna clase de comunicador en la oreja.

—¡Aún estamos a tiempo de resolver esto hablando como personas civilizadas, Melissa! —gritó Doreen—. En lugar de como, ya sabes, personas que resuelven sus conflictos enviando grandes grupos de pequeños animales contra la persona con la que están en conflicto.

Melissa Morbeck lanzó una mirada de desaprobación desde el centro de su ejército.

—¿De verdad crees que eres la persona más indicada para quejarte del uso de grandes grupos de pequeños animales, Doreen? —resopló—. ¿Tú, precisamente? ¿Cuántas veces has enviado a tus esciúridos a hacerte el trabajo sucio? Diantres, ¿no habías llegado a usar ardillas como armadura?

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