Raspachines

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¿De dónde vienen los raspachines? Preguntó el niño a su abuelo. El anciano se había detenido a beber agua para refrescar su cuerpo sofocado por el abrumador calor de las 10 de la mañana. El agua era dulce y bajaba por su garganta como un beso que borraba todo malestar físico. El sol abrasaba la tierra haciendo huir incluso al viento, que se escondía en las ramas de los árboles y desde ahí saludaba, silbando de vez en cuando.

Soltó una carcajada ante la inocente pregunta del niño, que, con ojos grandes y brillantes, exigía una respuesta.

-Los raspachines son una especie de hombres que han ido evolucionando con el tiempo -contestó el abuelo mientras el niño escuchaba atentamente-.

-Nadie sabe de dónde vinieron; algunos piensan que nacieron de la coca, pero al principio eran hombres comunes, igual que tú o yo, solo que el tiempo y el hambre los han ido moldeando. Tiñendo sus pieles del color de la tierra y endureciendo sus palmas. Son hombres que la ciudad ha vomitado hacia los campos, y que, debido al resentimiento que nace en ellos, se devuelven contra quienes los despreciaron. Los raspachines son gente sin ley ni restricciones, viven la vida como si fuera el último día, pues entienden bien su posición en el mundo; no aspiran a más que una buena mata de coca.

Se mueven en manadas de 6 a 10 raspachines. Siempre llevan al hombro el aro y sus pocas pertenencias, ya que es indispensable viajar ligero mientras recorren esos largos caminos, caminos que, según se dice, hicieron sus pies. Van de finca en finca desnudando cultivos; lo que ganan lo usan para abastecerse de alcohol o enviar a sus mujeres. Dicen que con el tiempo, cuando mueren, sus cuerpos se funden con las raíces de la coca, que los reclaman como un padre a su hijo muerto en la guerra.

La voz del viejo se quebró en la última frase. Se quedó en silencio, contemplando el cultivo que respandecía en un verde intenso, cubriendo todo a su alrededor.

-¿Entonces eso le pasó a mi papá? ¿Lo reclamó la coca? Interrogó el niño, que desde hacía un año no sabía nada de su padre.

La última vez que lo vio fue saliendo en su moto para ir a raspar en una finca. Había notado la tristeza en su abuelo, por lo que, aunque sabía que la historia era falsa, le llenaba de ilusión imaginar a su padre en todo lo que le rodeaba y no en una tumba pequeña y cerrada. Se imaginaba los cementerios como cárceles para los muertos.

-Sí, hijo, así que cuando veas una, trátala con respeto, ya que bajo la tierra que pisamos reposan los huesos de los raspachines, que la mantienen viva.

-respondió el pobre viejo, agachando la mirada y apretando los labios para contener el llanto ocasionado por una mezcla de tristeza, rabia e impotencia al recordar aquel 15 de junio del 2004 que tanto le dolía.

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