QUINTA CARTA

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Al Lago Atitlán

Cuánta alegría me provocaba y me sigue provocando ver desde la lejanía cómo las olas chocan contra la arena.

A ese lugar, lastimosamente contaminado, que aun así me ha transmitido mucha serenidad.

A ese lago, donde aprendí a nadar por cuenta propia (porque siempre odié cuando mi padre intentaba enseñarme a nadar).

Mi familia no lo sabe, pero lo contaré aquí: fue una tarde de algún año que no recuerdo, pero quizá tenía entre 12 o 13 años. En esa tarde, la lluvia estaba salpicando delicadamente; por el contrario, el viento era muy fuerte, haciendo crecer las olas. Simplemente, me armé de valor y salí de casa. Antes de llegar al cuerpo de agua, me quité los zapatos y nada más. Ingresé al lago y me importó un rábano si hacía frío o no, pues simplemente quería sentir eso. Sentir libertad. Una libertad distinta. Y vaya que sí sentí eso y mucho más, como frío. Fue una experiencia única, aunque luego de eso, recuerdo que me contagié de gripe.

Puedo decir también que, en años pasados, solía acudir al lago para nadar cada fin de semana. Era algo que me gustaba mucho, hasta que el lago disminuyó en nivel y calidad de agua. Ambos acontecimientos sucedieron por intervenciones naturales y humanas, como la contaminación.

A ese lago que formó parte de momentos en familia, y que también ha sido un sustento para la biodiversidad cercana, gracias.

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