Capítulo 4: Carrie

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—No te esfuerces, no va a cogerte el teléfono —me recordó Arienne.

Lo más seguro es que tuviera razón, pero tenía que intentarlo todas las veces que hiciera falta.

No obstante, Ginger colgaba la llamada desde el otro lado.

Suspiré, derrotada, y volví a tumbarme en la hamaca.

Apoyé mi espalda sobre la tumbona y noté el frescor del plástico en mis hombros. No había puesto ninguna tela sobre ella y había cortado mi larga melena rubia un poco más abajo de mi mandíbula.

El tinte verde, ya sabes...

Aunque después de lloriquear, patalear y gritar como una desquiciada tras finalizar aquella conversación con mi padre en la que me decía que me iba a poner un vigilante, descubrí cuando fui a asearme, que no era tinte verde solamente lo que manchaba mi pelo, sino también restos del chicle pegajoso y chupado que manchaba mi mano izquierda.

Puaj.

Ya podrás imaginarte el infartito que me dio al descubrir aquello.

No me desmayé de milagro.

Mi pelo era mi bien más preciado, y lo digo en serio. Sé que muchas chicas pensáis como yo y me entenderéis cuando digo que casi pasé un duelo al cortarlo.

Utilizaba los mejores productos para que luciera radiante y limpio, y cortaba mis puntas cada poco tiempo para que creciera fuerte y sano.

Papá abonaba cualquier cantidad de dinero que necesitase en mis cuidados y necesidades, eso ya lo sabes, pero en aquel momento estaba enfadadísima con él.

¿Qué edad se pensaba que tenía, tres años?

¿Cómo se atrevía a amenazarme con ponerme un guardaespaldas?

¿Para qué?

Para tenerme controlada, por supuesto.

Quería ejercer su poder de padre sobre mí, aunque fuera en la distancia.

Já.

La iba a llevar clara el niñero que contratara, pues pensaba hacerle la vida imposible.

No necesitaba a nadie que cuidara de mí por él, lo necesitaba a él.

Y a mi madre, que mucho investigar en Australia, pero su hija era yo, y necesitaba su figura como ejemplo en Londres.

Y no había discusión, porque a mis veintitrés años pensaba que iba a comerme el mundo y que mi opinión debía llevarla por bandera, aunque algunas veces estuviera equivocada.

El movimiento de Arienne hizo que dejara de pensar esas cosas y la observara, pues se acababa de tumbar en una hamaca. Bella ni se inmutó, ya que estaba tumbada con los ojos cerrados sobre su tumbona.

Desde que mi padre tenía más ceros en su cuenta bancaria que canas en la cabeza, mis relaciones con los hijos e hijas de sus socios y amigos de negocios se habían estrechado.

Arienne y Bella eran el ejemplo de ello.

Volví a marcar el número de Ginger y entrecerré los ojos por el sol.

Suerte que la temporada de lluvias había terminado y las temperaturas habían subido, lo que me permitía aprovechar la piscina de aquella casa inmensa.

Kensington Palace Gardens, situada al oeste del centro de Londres, se trataba de la calle más rica de toda la ciudad.

Por supuesto, mi padre había trabajado mucho para poder conseguir aquella meta de tener tanto, tanto, tanto dinero, como para poder pagar una mansión en semejante lugar.

Y quizá aquello era el problema de todo.

Mucho dinero, poco amor.

Demasiada ambición, escaso cariño.

Aquel enorme casoplón solo para mí y las personas que trabajaban para mi padre.

Seguro que te parece divertidísimo, pero lo cierto es que no lo era en absoluto.

—James se ha metido en un problema gordo —apuntó Bella entonces.

Colgué la llamada, Ginger no cogía el teléfono ni tampoco respondía a los mensajes.

Arienne y yo la miramos.

—Ya te digo —dijo esta última.

¿Qué? Pero ¿qué decían?

Aquello había sido culpa mía, aunque tampoco podía negar que en algunos momentos de la noche había disfrutado como una enana.

—Ha sido culpa mía —confesé entonces.

—¿Tuya? —Arienne abrió los ojos y se incorporó de nuevo.

—Claro. Yo lo besé.

—Nosotras solo nos lo estábamos pasando bien. Además, Ginger casi nunca viene con nosotras, prefiere otro tipo de compañías...—Arienne dijo eso último con tono de burla en su voz—. Parecidas a esas amigas tuyas, Carrie. ¿Sabes de las que te hablo?

Tragué saliva.

—¿Ruby y...?

—Esas.

—Me avisaron de que el vídeo se había hecho viral por mensaje.

Arienne hizo una mueca y Bella la imitó.

Parecían dos gemelas siamesas, solo que Arienne era pelirroja y Bella castaña.

Aunque yo siempre pensaré que Bella era el perrito faldero de Arienne, que, sin duda, era más dominante que la otra.

Intenté volver a tragar, a ver si el nudo que se me hacía en la garganta cada vez que hablaba de ellas, cesaba, pero lo cierto es que se había pegado a las paredes de mi tráquea y no conseguía moverse de ahí.

Siempre me sucedía aquello cuando hablaba de Daisy y Ruby con Arienne y Bella.

Las dos primeras habían sido mis amigas desde la infancia, de toda la vida, antes de que mi padre comenzase a invertir en acciones y a asociarse con señores que tenían como papel higiénico billetes de color verde.

Ahora...

—No me apetece hablar de ellas —dije con fingido desdén.

Ahora, como ves, ellas no tenían nada que ver conmigo y yo no tenía nada que ver con ellas.

—Obvio, querida —dijo Bella en lo que Gladys, una de las empleadas de mi padre, se acercaba hacia nosotras con una bandeja en la que había tres vasos de limonada fría acompañados de algunos dulces.

Gladys posó la bandeja en la mesita baja que había entre las tres tumbonas, y dijo:

—Señorita Carrie, su padre la llama.

—¿Ahora?

Miré el móvil una vez más, pero Ginger seguía sin responder ninguno de los mensajes que había enviado ni devolvía mis llamadas.

Suspiré.

Si el imperio de mi padre dependía de que yo pudiera hacer algo con la metedura de pata que había tenido con Ginger, lo llevaba claro.

—Sí, señorita. La espera en su despacho.

Asentí con la cabeza y me levanté de la tumbona.

Cogí un vaso de limonada y pegué un gran trago de líquido amarillo y refrescante a través de la pajita de cartón reutilizado.

Mi padre sería rico, pero también era responsable con el medio ambiente.

—De acuerdo, voy contigo —contesté a Gladys. Arienne y Bella me miraron—. Bebed esto antes de que se caliente, no tardo.

Ambas sonrieron de forma forzada, con una de esas muecas que dan grimita al observarlas.

Pero así eran, y así me había convertido yo.

Mimetizada con ellas, con el ambiente, pero no tanto como a mi padre le hubiera gustado o quizá demasiado de cara a la gente que me conocía de verdad. 

Niñero por sorpresaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora