SEGUNDA MÁSCARA

4 0 0
                                    

EL ACERO

Acero.

Inflexible, imperturbable, reluciente.

El miedo, la oscuridad, el dolor.

La niña que una vez fui... sufrió. Y con el tiempo aprendió a aceptar el dolor. Aprendió a convertirlo en una hoja filosa de acero que empuñó con guante de hielo, día tras día. Una daga que clavó en su corazón y una cadena que enrolló entre sus manos.

Una cuchilla metálica.

Un corazón de acero.

Una cadena de control.

Lo que fui me mantuvo viva. Me mantuvo completa, o tan completa como puede estarlo un cuchillo sin filo... Y ese reino donde crecí, ese lugar de placidez... Dejó de existir. Desapareció.

La plata reflejaba mi corazón.

Vacío. Solitario. Encerrado.

El silencio. El dolor del silencio. El dolor en silencio. No hay manera de explicarlo. No había forma de emitir ruido, tenía voz pero no hablaba. No existían las palabras.

No existía yo.

Estaba la impostora

Estaba el corazón mecánico.

Pero no era yo. No era sangre lo que corría entre los engranajes, no era miel ni fuego. Había oscuridad y dolor. Había aceite y brea corriendo entre mis venas.

Oh.

El dolor.

La oscuridad.

El acero.

El filo de una cuchilla, el tesón de una cadena.

La lengua plateada, bífida, venenosa.

Acero que soportaba el peso de mi maldad, acero que protegía mi inocencia. Oscuridad divina, lucecitas escondidas, una corte escondida detrás de un muro de acero.

Un muro de piedra.

Y un muro de acero.

Una muralla de miedo

Una pared de dolor.

Hubo un grito. Una voz desgarrada. Un gañido de angustia. Una voz sin dueño. Me dolía. El mundo dolía pintado en rojo desgracia, en rojo perdición y en el negro de la muerte, la negrura del vacío.

Lo había perdido. Perdí mi corazón. Perdí el latido.

El grito de la desesperación.

El grito de la rebeldía.

El grito de la sumisión.

La voz que habitaba dentro de mi, el sonido de la corte se había desvanecido. Oscuridad y dolor coexistiendo. Un mundo vacío. Un mundo en decadencia.

El corazón metálico. El corazón mecánico.

Una cadena arrastrándose.

Dolía. Cada vuelta del sol. Cada mañana de primavera. Dolía. Pesaba.

El segundo circulo de protección.

El segundo circulo de dolor y oscuridad.

Estaba ciega.

La niña fui aceptó el dolor. La niña que fui se convirtió en su dolor y danzó una tragedia épica mientras clavaba dagas en dentro de sí misma. Hasta que fue inmune. Hasta que la sangre dejó de gotear. Hasta que dejó de doler.

La niña que fui abrazó las espinas, caminó a través de la plancha de acero caliente, arrastró su cadena y cercenó la bondad que habitaba en su corazón. La dejó morir. La arrancó del páramo.

El dolor me vistió con una armadura, me dio una espada y me llevó a la guerra.

Derramé mi sangre, la sustituí por brea. Apuñalé mi carne y la hice de acero, de piedra y de hielo. Nada traspasaba, nada salía.

Un reino de dolor.

Los gritos en la distancia.

Mis gritos en la distancia... Ya no era capaz de oírlos. No había nadie para oírlos.

Era acero. Era el dolor personificado. Era la oscuridad.

Ya no había fuego ni miedo.

Yo era un corazón oscuro.

Yo era el dolor y la oscuridad.

Yo... no era nada.

Porque ya no había vuelta atrás. 

Lo que fuiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora