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Di mi primer respiro en 1968, fecha demasiado lejana para los ojos vírgenes que seguramente leerán estas palabras. Mestiza por parte de padre y con cierto instinto animal heredado de mi madre.

Mi padre, hombre reacio al cambio y aferrado a un pasado de costumbres puritanas, era un inmigrante serrano que dejó todo en búsqueda de cumplir su sueño en el nuevo continente.

De sangre helada y con costumbres arcaicas que hoy mismo serían tomadas como machistas, él mismo se presentaba orgulloso como un hombre trabajador que sabía ganarse el sustento con sus propias manos.

Abro los ojos y solo puedo ver los fotogramas de filmes de sepia recuerdo que muestran mi infancia perdida, lo que fue para mí, por mucho tiempo, una profunda herida que realmente nunca cicatrizó.

Zapatero por oficio, contaba a modo de relato azucarado, conoció a mi madre gracias a su excelente trabajo. Él se casó a los 30 años con una joven criolla de facilidad de palabras y muy fotogénica que un día entró a su tienda renegando de la mala calidad de la industria nacional mientras que colocaba unos zapatos rojos de tacón sobre su mesa.

Amor a primera vista para algunos, exigencia de cumplir méritos sociales para mí, ambos disfrutaron al año de conocerse de esa calma hogareña que poseen los recién casados. Mamá era ama de casa, de esas que preparan el almuerzo temprano a la mañana para que su marido pueda llevárselo y consumirlo durante su jornada. (Paula, cuando leas esto ríete al compararla conmigo)

No pasó mucho tiempo para que ellos me concibieran, era lo común en esa época. Comprar una casa, casarse y procrear, casi como un mandamiento. Yo nací en la primavera del antes mencionado año, completando así la postal azulina de una familia feliz que en poco tiempo sería partida.

Mi madre, ansiosa por seguir en su rol de esposa o quizás por albergar demasiado amor en su corazón, depende que versión prefieran, murió cuando yo tenía 3 años mientras que daba a luz a mi hermano. Falleciendo a causa de una aneurisma. Pocos días después mi hermano la acompañó.

Recuerdo poco de ella más que el calor instintivo que me daba en mi pasado más lejano, no tengo una imagen de ella viva grabada en mi memoria, ni mucho menos el sonido de su voz. Siempre fue el retrato grisáceo colocado sobre su fría tumba de mármol, pero varias veces he imaginado, casi al punto del delirio, a esa mujer de las esquelas necrológicas dándome cariño y quizás sintiéndose orgullosa de mí. La fantasía es el consuelo de las almas perdidas.

Nada subsiste de ella en esta selva indómita que llamo cabeza más que la añoranza y quizás los traumas.

Como era de suponerse, el ocaso llegó rápidamente a mi infancia. Tuve que adoptar el rol de mi madre y velar por mi padre a corta edad. Espero que ningún pervertido doble mis palabras a un punto torcido, ocupé el lugar de mi madre en cuanto a tareas domésticas. Suministrándole a mi padre su almuerzo cada mañana, aprendiendo a prender una estufa mucho más antes que a leer. Sacudiendo polvo de viejos retratos acaramelados y fregando el cochambre de varias ollas, formando así una normalidad.

A pesar de que hoy en día llamarían a eso trabajo infantil, que los psicopedagogos se aglomerarían en torno a mi yo-niña a estudiarla como un caso de una infante esposa, yo era feliz.

Cuando la estufa se apagaba y el polvo se desvanecía en el aire, salía a jugar a las heladas calles de mi país natal, el cual a veces extraño. Ustedes conocen esa sensación, perfume de azahar endulzando el verano en los resabios de tardes de juegos, mosquitos bandidos asaltando una pantorrilla suave cuando jugaba a las escondidas metida en algún seto. La penumbra veraniega, el calor estival, la colina que peló mi rodilla cuando caí de mi bicicleta. Todo aquello brindan de una reconfortante y suave tibieza a mi infancia, donde aún zumban las abejas y croan las ranas.

La CigarraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora