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Tratando de no sonar pedante por mi comparativa, la metáfora perfecta de esa época resuena en mi cabeza como un susurro. Tal y cómo el mismo cielo, Remi brilló en mi vida como una estrella. Haciendo que todo el vacío posterior o anterior a él fuera oscuro. Pobre de aquel que contempla el matiz de la luz porque quedará ciego, sumergido en el basto y sombrío universo de un espacio sin resplandores. Conocer a Remi me hizo sentir que nunca había visto nada realmente deslumbrante en mi vida y así es como siento aquella época.

Luego de un viaje en autobús de 4 horas, llegamos a la capital. Ernesto temblaba ante la ansiedad de emprender un nuevo camino y yo apenas podía respirar a causa de la alegría y los golpes antes recibidos.

Hablé poco, mi labio partido me lo impedía, pero el sol mismo envidió mi resplandeciente y adolorida sonrisa cuando por fin conseguimos estancia en una pensión.

Baño y cocina compartida, una pequeña habitación privada y dos juegos de ropas de cama prometieron ser un paraíso construido a base de pura ilusión. Esa noche, sin poder creerlo, compartimos lecho juntos por primera vez en nuestra historia, más ninguno cerró los ojos. Mirando al techo en un silencio abyecto nos tomamos de la mano y suspiramos... Habíamos logrado nuestro plan.

Intentamos hacer el amor, pero mi lastimoso estado lo impidió. El dolor corporal por el flagelo recibido era supremo y mi ansia por calmar los nervios formaban un narcótico cóctel en mi sangre que no tardó en adormecerme.

Dormí en el pecho desnudo de Ernesto y convertí a sus suaves ronquidos en mi canción de cuna. La mañana siguiente cuando él se fue, dejándome como desayuno un beso en la frente, tuve que darme a mí misma un tiempo para comprender mi realidad. Mirando uno de mis zapatos sueltos que reposaba en el suelo, entendí que mi vida acababa de cambiar de una manera suprema...

Lejos de asustarme, aquello me llenó de dicha. Me levanté y me quité el pijama con el cual emprendí huida, brindándole la cualidad de trofeo, para luego colocarme la ropa de Ernesto y empezar a mover los muebles. Convertí ese espacio en propio al poco tiempo.

Allí estaba yo, una chica de 18 años de vida intentando jugar a ser mujer por primera vez en su realidad. Suponiendo que los ahorros que poseía Ernesto aguantaran para unas semanas de comodidad, tomé un poco de dinero suelto que él había dejado sobre la desvencijada mesa de ese cuarto restante e hice una pequeña compra que yo pensé sumamente necesaria: dos vasos, dos platos y una falda plisada de la marca que estaba acostumbrada a usar. Aquella simple prenda, combinada con las camisetas de Ernesto, me brindaría casi un juego completo de guardarropa.

Solo eso bastó para causar luego mi primera pelea marital, por no tener una mejor palabra que usar, con mi salvador. El dinero que yo pensaba abundante era infinitamente menor a lo que suponía. La vajilla estaba bien, pero no había comprado cubiertos para que comiéramos y la falda... Esa condenada falda, tenía el precio de 3 almuerzos completos que pronto nos harían falta.

Ambos, con mi seudomarido, lo comprendimos al instante... éramos dos niños que se acababan de meter en un gran problema.

Los días siguientes fueron de una total incertidumbre. Yo dudaba entre adaptarme a nuestra precoz miseria o volver a mi hogar con un fuerte tiritar de piernas que se adelantaba a la violenta paliza que seguramente recibiría de bienvenida si mi padre decidía abrirme la puerta. Más aún mi orgullo ganó. Robando algunos condimentos de la cocina comunal me las ingeniaba para que las papas y huevos que habíamos comprado por su bajo precio tengan el sabor a la gloria.

Ernesto iba y venía de la pensión dejando imaginarios surcos en el suelo mientras que se ofrecía cada día como un nuevo trabajador en la fábrica de motores.

La CigarraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora