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Ernesto (Nombre ficticio que acuñaré para referirme a él. NA: Paula, tú sabes bien el nombre de este sujeto. Por favor, no me metas en líos. No reveles su identidad real. 30 años después, por más que no te cayera bien, debe ya tener esposa, hijos y seguramente nietos. No ensuciamos su reputación y mucho menos permitamos que saque partido de mi historia con una posible demanda) era, como quién escribe, el recuerdo de un adolescente de pasado humilde. De origen aburridamente clásico: madre ama de casa y padre obrero, él llegó a mi vida de una manera impensada, pero claramente designada por él destino y los astros.

Tengo una imagen mental de él, a pesar de los años, pero esta es puramente visual. La nitidez de sus rasgos se cimienta en descripciones vagas que pueden caer en lo genérico, propio del primer novio de cualquier mujer. Intentando recrear su presencia con los ojos abiertos podría desglosar su aspecto en una sencilla oración: Piel morena, ojos oscuros, cabello marrón, una cabeza más alto que yo y con una sonrisa que derritió a mi versión adolescente. La misma que se escabullía en su boca cuando me juraba ante la luna amor eterno en una de las decenas de noche de locuras que compartimos.

Comparado con Remi no puedo dejarlo bien parado, Ernesto era, sin duda alguna, un muchacho encantador que quedó almacenado en mi memoria como quién guarda una vieja revista por años a causa de algún interesante artículo que con suerte se relee dos veces en una década. En cambio, el señor Lucanera, en la confidencia de mis párpados, se evoca en mi conciencia de manera automática como una réplica absoluta custodiada en calidad de tesoro. Brillando en colores tan brillantes que me obliga a cerrar los ojos con la esperanza de no cegarme.

Ernesto, alumno del modesto colegio técnico, circulaba la misma ruta que yo al ir y venir en nuestra cotidiana marcha a casa. Al principio solo apartaba la mirada cuando él pasaba, pero con el paso del tiempo algunas sonrisas fueron compartidas.

Nuestra primera interacción real fue cuando, de manera bastante cómica, un perro pequeño parecía bastante encaprichado en llevarse un pedazo de mi pantorrilla cuando la reja de la casa donde vivía estaba convenientemente abierta y justo yo pasaba con mi bicicleta por delante. Quiero que dibujen en su cabeza esta estampa: Colegial de 15 años, falda larga de un solemne gris topo, camisa celeste mar, montada en una bicicleta playera que alguna vez había sido roja, con su cabello partido en una difusa raya a causa de la velocidad con la que pedaleaba para escapar de un pequeño y funesto perro cruza de pequinés.

Ernesto, haciendo gala de su calidad de caballerosidad, al verme acercarme a toda marcha y notar la persecución de la cual era protagonista, simuló levantar una inexistente piedra, haciendo que mi brutal agresor canino retrocediera y dejara de perseguirme.

Disminuyendo la velocidad, con la garganta seca y la respiración agitada, dije el primer "Gracias" que abrió el telón a nuestra historia.

Al poco tiempo, durante nuestros recorridos diarios, me animé a bajar de la bicicleta y caminar a su lado. Al principio con timidez, luego con inocente curiosidad, entablábamos cortas charlas que duraban exactamente lo mismo que los 10 minutos que me tardaba en llegar a casa.

Al principio, Ernesto y yo hablábamos sobre temas periféricos que rodeaban nuestra mundana realidad; el clima, el aburrimiento escolar y la rudeza de nuestros educadores. Con el tiempo el comenzó a traerme uvas frescas que crecían en su casa. Yo las tomaba en mí pequeña mano adolescente y las comía lentamente, quitándole las cáscaras (costumbre que hasta hoy mismo tengo arraigada) dejando detrás nuestro un rastro de migajas, al no encontrar comparación más precisa, que caían con la precisión de un reloj. Nuestras charlas duraban exactamente 12 uvas.

Los diálogos estaban afinados según los clásicos tópicos de los adolescentes de esa época. La pluralidad de música que estaba emergiendo prometía mundos abiertos a una generación que solo conocía las paredes descascarilladas de su casa y con sus letras diversas ideas foráneas de rebeldía comenzaban a ser plantadas en nuestras cabezas.

La CigarraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora