7

26 7 0
                                    

No estoy completamente segura si el hecho de haber vivido una mísera existencia en la pensión por tan corto tiempo fuera el empujón necesario para hacer brotar en mí cierta resiliencia que necesitaba para mutar, de una vez y por todas, en una adulta, pero lo cierto es que poco después el apodo de "Alfi" que usaban para referirse a mí desde pequeña, me quedó diminuto.

Por mi propia necesidad de autopreservación, me convertí en una mesera diligente en una familiar cafetería. Gracias a mi buena sazón también se me permitía adueñarme del puesto de cocinera cuando el mismo se encontraba vacante. Ana, dueña del mencionado negocio, veía en mí el reflejo descolorido de su propia hija, la cual fue descripta por su madre como una señorita de buenas costumbres que en ese preciso instante estaba estudiando incansablemente medicina para cumplir su sueño de, una vez graduada, ir a hacer labores voluntarios en África.

Yo, manteniendo una estampa pulcra que ocultase mis pensamientos, escuchaba atentamente cada una de sus palabras, pero ya podía hacerme una idea de lo que realmente su hija estaría haciendo porque yo misma había estado en ese lugar (obviamente, sin las facilidades económicas que suponían venir de una familia dueña de una cadena de negocios) La buena Valeria, nombre de aquella unigénita, ahora mismo podría estar tranquilamente reposando en el pecho de un amante cansado mientras que por sus piernas se deslizaba la mermelada de un alimento para los sentidos. Aquello haría yo si no tuviera que revestirme en un delantal para trabajar y cargar un poco de dinero conmigo.

Los horarios regulares, el candor de la comida casera cocinada en una olla a fuego lento y las vivencias de una existencia que rozaba lo marital abastecía a mi inmadura mente de cierta felicidad. Las rutinas profilácticas permitían el florecimiento del placer enmascarado de amor, siendo este el sustituto espiritual de la familia que antes tenía.

Ernesto se levantaba a las 5 de la mañana con su desayuno ya hecho gracias a mis manos, se marchaba a las 6:30 con el cabello mojado y su ropa perfumada a vainilla, dejándome a mí alistarme para partir a la cafetería y posteriormente reunirnos a las 9 de la noche para cenar. Cada uno de nosotros salía con su correspondiente lonchera la cual yo misma ensamblaba la noche anterior.

Cuando él volvía y saciaba su hambre, ambos nos permitíamos disponernos para el disfrute. Yo leyendo el periódico de ese día que me permitían llevarme del trabajo, él escuchando la transmisión de un partido de fútbol por la radio, pero algo sucedía. Sus ojos se cruzaban con los míos, mi mirada marrón era consumida por la suya negra, dándole una cualidad un tanto caníbal que me encantaba. Nuestros meses en la austeridad nos habían cambiado, de eso no había duda alguna, pero ciertos rasgos físicos de Ernesto parecían haberse intensificado por la calamidad. Ya no era el adolescente temblante que yo había conocido, todo lo contrario, mutó a un varón excepcionalmente guapo, aletargado en sus movimientos y con una expresión osca un tanto animal. Alto, de abundante cabellera negra y cierto aire protector, pero no por ello menos seductor, Ernesto se transformó en el hombre que yo pensaba que significaría el fin de mi vida.

En mis ratos de ocio disfrutaba pensando en los hijos que tendríamos; dibujaba sus rosadas mejillas en el lienzo de mi imaginación y zurcía los vestidos tejidos en fantasía de mi propia carne aún sin concebir. Más, en ese momento, sabía que faltaba aún mucho tiempo para llegar a ese suceso porque la vida me ofreció una oportunidad a la cual no podía negarme.

Acompañada por Ernesto, quién pidió la mañana libre para poder guiarme en aquella zona de la ciudad aún desconocida por mí, descubrí por primera vez el único lugar del mundo donde realmente me sentía en mi aire: La universidad Nacional.

La oferta académica era basta; carreras de todo tipo y rama se presentaban ante mí como un abanico de refinados retazos de tela a modo de oportunidad. Pronto mis ojos se fijaron en la única de ellas que me hizo quedar callada, periodismo. Aludiendo a que un ladrón me había despojado de mi bolso llevándose así toda mi documentación consigo, me permitieron inscribirme para rendir el examen de ingreso bajo la promesa de que, con quedar seleccionada para cursar la curricula, yo misma acercaría a la dirección administrativa un comprobante formulado por la policía y mis credenciales nuevas correspondientes. Mis ojos resplandecían cuando afirmaba enérgicamente que sí a cada sugerencia de la secretaria académica.

Has llegado al final de las partes publicadas.

⏰ Última actualización: Apr 24 ⏰

¡Añade esta historia a tu biblioteca para recibir notificaciones sobre nuevas partes!

La CigarraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora