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Como quien suspira viendo una vieja herida, así contemplo ese pasado. Cierta parte de mí extraña mi reflejo abnegado que pensaba que todo en la vida se solucionaba con glaseado de vainilla y abrazos. La pérdida de la inocencia para mí no supuso un simple acto carnal amparado por la segura protección de un profiláctico al ritmo de una promesa de amor. Yo me convertí en el boceto de este dibujo, ahora completo y amarillento por los años, cuando entendí que una promesa no vale para nada.

Rememoro una y otra vez aquella etapa, teniendo como único sabor en mi garganta la monotonía preestablecida que me dejó alguien normal en mi boca. Ernesto era, sin lugar a dudas, un adolescente encantador viviendo los primeros candores del amor, pero su versión adulta dejó mucho que desear cuando yo también cumplí la mayoría de edad.

Tuvimos un noviazgo inocente, experiencias pintadas en blanco que cualquier padre desearía para su hija, embebida en pureza y coronada en virginidad. El buen Ernesto me acompañaba en el recorrido diario del colegio a mi casa y poco a poco se fue insertando en mi hogar.

La llegada de un primer televisor a mí sala fue todo un acontecimiento social, primero mis compañeras se aglomeraron a su vera teniendo sus rostros iluminados por destellos monocromáticos que nos mantenían hipnotizadas por el tecnológico hechizo. Luego de insistir por una semana, mi padre aceptó que Ernesto también se aglomerara conmigo frente a la pantalla bajo su estricta vigilancia.

El buen señor Santino, actualmente enterrado en la manzana "G" del cementerio central del país al que escribo añorando, con su ojo de halcón supervisaba cada movimiento de una forajida mano o un sutil roce de rodillas. Logrando así que nuestro romance casto, con un resplandor dolorosamente áurico, tuviera el anhelo del desespero. Cuando en mis noches en vela me atiborra la retrospectiva solo puedo ver a los actos de mi padre como un balde de gasolina que solo alimentaba la llama obscena que hierve en el eje de cualquier adolescente.

Luego de casi un año de largas tardes observando aquel televisor del tamaño de una caja, por fin se presentó la situación soñada de un codiciado momento de soledad.

El señor Santino salió apurado a causa del mensaje, pronunciado a gritos desde la reja de nuestra entrada por parte de un vecino, donde se le comunicaba que uno de sus amigos de juerga había sufrido un automovilístico accidente.

Lanzándonos una mirada de amenaza que no logró disuadir los temblores febriles del ansia se marchó sabiéndose derrotado en su propio juego.

En una situación enloquecedoramente simple, hicimos el pequeño recorrido hacia el sofá cuando mi padre pisó la acera de la calle. En corporal conmoción mi respiración se aceleró ante la expectativa. Lo soñado y lo concreto por fin se fundían en uno, haciendo que aumentara el tirite y a su vez el miedo.

Es importante ampararme en el pensamiento de que yo provengo de un pasado sepia. Donde el desenlace físico de un romance solo estaba previsto para una esposa dispuesta a parir hijos, no como ahora que primero está permitido el cuerpo y los sentidos antes que la formalidad de un compromiso.

Esa tarde, iluminados por el televisor y teniendo como colchón el tapizado del sofá de cuerina bordeaux que había visto años mejores, encontramos amparo para nuestras pasiones. Es imposible recordar con precisión los detalles después de tantos años vividos, pero tengo grabadas en mi memoria las botellas de vidrio que mi padre coleccionaba sobre una repisa brillar como si fueran vitrales de iglesia que contemplaban la caída en ruina de una virgen.

Temblé cuando un primer beso en el ángulo correcto de mi cuello hizo que mi piel se erizara y cuando un segundo tacto de sus labios cayó en el lóbulo de mi oreja. En la pantalla de la televisión, como la mayoría de las veces, las noticias eran relatadas teniendo como espectadores inconscientes a los presentadores de mi cuerpo expuesto y mi falda levantada. Ernesto tenía una expresión ansiosa y a su vez aterrorizada, sus sentidos alertas en caso de cualquier sonido proveniente de la puerta mientras que mis vivaces piernas comenzaban a abrirse al tacto de su mano. Movimientos letárgicos, placer y dolor mezclados para luego dejar paso al alivio mientras que restregaba sus labios secos con los míos. Todas aquellas emociones se evaporaron unos minutos después dejando solo una sensación de vacío y a dos adolescentes avergonzados y medio vestidos.

Poco tiempo después me enteré que el amigo de mi padre que había protagonizado el accidente que me permitió vivir por primera vez la intimidad había muerto. Viendo todo en retrospectiva, analizando con mirada crítica los hechos acontecidos, aquella fatalidad fue la muestra perfecta de que nuestra historia acabaría en tragedia.

Ernesto me miró, yo lo miré y ambos simulamos ignorancia en cuanto a lo vivido. No se tocó el tema, no se respetó el tiempo de recuperación necesario para los sentidos. Él se quedó en el sofá viendo las noticias y yo fui a la cocina a iniciar mi tarea diaria de preparar la cena.

Charlamos sobre cualquier tema, obviando lo disfrutado. Yo asomaba la cabeza por el pasillo y miraba la televisión mientras que mi mano hábil picaba cebolla y desglosaba carne. Por alguna extraña razón, que ahora comprendo bien, la idea de informarme todos los días sobre la sociedad y sus pesares calmaba mi alma.

Me veía a mí misma, imaginándome realidades alternas, atrapada en la pantalla... hablando a audiencias sin cara, brindando datos y sonriendo para la estampa. En lugar de pensar en la pérdida de mi virginidad estaba contemplando mi profesión soñada.

Pasaron tres cuartos de hora cuando mi padre volvió con su rostro estoico que contrastaba con sus ojos enrojecidos. Sacó a Ernesto de la casa y en silencio se sentó en la sala viendo la televisión mientras que yo ponía delante de él una buena pasta con salsa boloñesa. Comimos en silencio, escuchando el resumen del día que no tardó en mencionar la trágica noticia que me permitió ya no ser aceptada en el cielo.

Mi mente aún seguía enfocada en su anhelo, en el sueño un tanto irreverente de ser periodista.

—¿Cómo crees qué me vería en la televisión?—Pregunté mientras que atiborraba mi boca en pasta, obnubilada por el collar de perlas que usaba la presentadora que canturriaba los números de la lotería nacional.

—Bonita...— Mencionó mi padre apenas abriendo la boca para hablar. Acompañando su simple mensaje con una segunda frase. —Pero para estar en las noticias debes tener algún conocido allí o familia influyente.

Afirmando ante lo obvio, agregué otra piedra a mi tumba. —Y haber estudiado en la universidad.

—La universidad está muy lejos de aquí. Además, esos lugares están repletos de malos círculos no aptos para una señorita de casa.

Dibujo en mi cabeza la expresión que tuve en ese momento. Seguramente mi rostro se mantuvo neutral mientras que unos invisibles hilos tiraban las comisuras de mi boca. Yo deseaba esos círculos más que nada. Ese deseo persistió hasta el día que me gradué.

Poco sabría yo, perdón Dante por subestimar los círculos del infierno, que pronto se abriría uno en mi propia casa. Devorándome por completo y escupiéndome, recubriendo en cenizas mis huesos. 


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La CigarraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora