5

45 7 0
                                    

Los años que prosiguieron a la pérdida de mi inocencia fueron para mí nada más que laboriosos. La semilla de la posibilidad de soñar con lo impensable había echado raíces y no solo contaminó mi cabeza, sino que también envenenó mi sangre.

Cuando retrocedo a esos años y miro atrás, mi existencia juvenil parece entregarse a mí como un domo. Un seguro espacio atemporal amparado por el cristal donde una versión adolescente mía yace en un pequeño escenario con el césped recién cortado, con el aroma de los limones en flor perfumando la brisa y mi uniforme secándose al sol. Más estoy sola... Allí no está Ernesto, mucho menos mi padre, únicamente está aquella inocente versión pequeña de mi misma, protegida por el vidrio de la inocencia contra la maldad de la realidad.

Luego de haber copulado con Ernesto la vida continuó igual, sin ningún desvarío o súbito movimiento que me perturbase. Nuestras charlas seguían vigentes, ahora más que nunca centradas en los aburridos programas televisivos de aquellas épocas y nuestra intimidad se limitaba a los escasos minutos de soledad que encontrábamos cuando nuestras hormonas estaban dispersas en el aire.

Poco a poco le permití conocer las divagaciones de los pensamientos que tenía en el presente, pero que me mostraban un futuro deslumbrante. Con la fuerza de la ignorancia de la niña malcriada que anidaba en mis huesos le relaté como estaría en las noticias, como sostendría mi micrófono, el precio que tendría mi camisa y como todos sonreirían al verme anunciar los crímenes más mordaces.

Ernesto, solamente para complacerme, ahora lo entiendo claramente, afirmaba fervoroso cada idea que salía de mi disparatada cabeza y era enunciada por mi boca sin vergüenza.

En su propia inocencia planteamos idílicas situaciones donde él volvía de su trabajo, un taller de autos de lujo propio, y encendía su televisor solo para ver a su linda esposa relatando las noticias enfundada en un elegante vestido rojo.

No pienso mentir, en aquellos tiempos probé los primeros sorbos de felicidad. La esperanza era una droga a la que me volvía lentamente adicta cada vez que lavaba una cacerola o recalentaba una sopa fría.

Por otro lado, el buen señor Santino se limitaba a asentir con su cabeza cada vez que le contaba mis desvaríos, firme ante la idea de que algún día cambiaría de pensamiento.

Continué mis estudios en el colegio, pero en los veranos dejé de asistir al internado dado a que mi padre se negaba a comprar comida hecha ya que la muerte de mi abuela le había quitado la posibilidad de tener un segundo plato en otra mesa. No me quejé, seguí cocinando y soñando con días mejores.

Recuerdo claramente mi primer trabajo cuidando a unos niños que ahora tendrán ya, si mis cálculos no me fallan, cerca de 40 años. Los recibía en mi casa y ponía sus catres al lado de mi cama, intentando que sus sonidos fueran imperceptible al oído del señor Santino. Sus padres iban a un elegante baile vecinal los sábados cada dos semanas y los dejaban bajo mi tutela a cambio de unas cuantas monedas por hora. Yo no podía estar más contenta, gracias a esos míseros ahorros pude comprar el primer objeto personal que realmente aprecié. Un cuaderno que supuestamente se convertiría en un diario íntimo, pero que realmente funcionaba a modo de bitácora.

En el redactaba mis vivencias como si fueran noticias, adquiriendo un poco de talento en la narrativa a base de experiencia.

"22 de octubre:

El día de hoy, por motivos que aún se desconocen, un automóvil blanco que paseaba por las inmediaciones de la vivienda ocupada por la casta Santino, atropelló al perro de la familia Obregón.

El can, de mediano tamaño, de pelaje gris jaspeado, murió al instante del impacto al ser aplastado por las dos ruedas del vehículo. El conductor emprendió huida sin preocuparse de su victima.

La CigarraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora