6.

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Sentía que las piernas me iban a fallar si seguía escuchando la voz de Ruediger: era como una pluma haciéndome cosquillas en el oído. Era el tipo de voz que hacía que las mujeres se desmayaran y los hombres la envidiaran. La voz de la masculinidad misma.

Me adelanté y lo llevé dentro, pero en realidad no había ningún sitio donde entretenerlo. Al final, le mostré un asiento en la mesa de la cocina. Sus ojos se abrieron un poco cuando se dio cuenta de que lo había llevado a una cocina y no a una sala, pero no dijo nada.

—Vivo con mi sobrino, pero está enfermo —le dije— ¿Le importa si le doy una medicina antes de que hablemos?

—En absoluto. Por favor, hágalo —asintió amablemente.

No es que esperara que le importara, por supuesto.

Me dirigí escaleras arriba con la medicina y una cucharada de miel.

—¿Luca? —Lo llamé.

Giró su febril cabeza hacia el sonido de la puerta al abrirse y me miró a través de unos ojos medio cerrados e irritados.

Pobrecito. Esta sería la última vez que tendría que sufrir en la pobreza. Pronto se iría a Winterwald. Me tragué el pesar por lo que podría haber sido y sonreí.

—Aquí tienes. Toma un poco de medicina.

Luca arrugó la cara ante el sabor amargo, pero se lo tragó.

—Oh, mi pequeño chico fuerte. Buen trabajo —le dije.

—¿A qué viene tanto alboroto? No soy un niño pequeño.

«Oh, Luca. Por supuesto que sí lo eres.» Sonreí ampliamente en lugar de responder y coloqué la cuchara de miel entre sus labios apretados.

—Vamos a cenar pot-au-feu.

—¿Quién va a pagarlo? —preguntó.

—Te dije que no te preocuparas por el dinero —lo regañé juguetonamente.

Judith debía de haberse ensañado con él. Cada palabra que salía de su boca era dinero. Dejé escapar una risa hueca mientras recogía el recipiente de la medicina y me ponía de pie para marcharme, pero cuando me levanté, su mirada tembló.

—¿Vas a salir? —preguntó.

Estaba claro que quería que me sentara con él un rato más, un cambio radical con respecto al niño que la noche anterior me había dicho que fuera al Festival de Mayo si quería, pero no había nada malo en ello. Se supone que los niños tienen que hacer pucheros de vez en cuando.

Luca se reprimía demasiado.

Era una pena que no pudiera quedarme más tiempo con él. Me habría encantado.

—No voy a salir, pero tenemos un invitado —le dije.

—¿Un hombre?

—Es correcto, ¿cómo supiste?

—Lo escuché afuera —dijo Luca.

—¿Hacía mucho ruido?

—No. ¿Quería verte? —Preguntó.

Haré un esfuerzo para cambiar el géneroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora