Capítulo I: El vagabundo y el drogadicto.

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"¿Estoy vivo?", fue lo primero que pensó cuando recobró la conciencia de sí mismo, incluso antes de abrir sus ojos, tenía un mal presentimiento revolviéndole el estómago; movió sus extremidades para comprobar que no faltara nada, pero todo parecía estar bien con su cuerpo así que abrió los ojos.

El atardecer del cielo le llamó la atención porque había salido de su casa en plena siesta, pero cuando miró a su alrededor notó que eso no era lo peor; estaba en medio de un callejón sucio, con una enorme pila de basura detrás, cajas por todas partes y un gran contenedor repleto de jeringas usadas. Definitivamente, un lugar inseguro para descansar inconsciente.

Por un momento, cruzó por su cabeza la idea de que sería muy cómico estar tirado en un charco de agua sucia, algo muy típico de las películas estadounidenses, pero estaba de suerte porque la hierba sobre la que descansaba parecía muy limpia.

"Espera un minuto...". Se detuvo a medio incorporar, quedándose sentado sobre la hierba sospechosamente viva que crecía sobre el cemento, sospechosamente muerto; arrancó un poco del pasto, lo olfateó y, cuando no detecto nada extraño, lo desechó. De todas formas, ¿a quién le hacía mal un poco de hierba? Seguro que le convenía a este basurero de mal agüero.

— Veo que ya despertaste. — dijo la caja más grande frente suyo.

El mago miró alrededor del sitio otra vez, confirmando que no había nadie más que él aquí, pero eso no le impidió preguntar de forma idiota: — ¿Me estás hablando a mí? — mientras se señalaba con el dedo.

La caja soltó un bufido burlón. — ¿A quién más, tonto?

Ella tenía un buen punto, claro, pero aunque Harry era inteligente, también era increíblemente estúpido, por lo que concluyó que no se trataba de una caja parlante, no porque las cajas no hablaran, sino porque tenía voz de camionero y, en su cabeza, las cajas eran femeninas.

— Pensé que te comerían las ratas antes de que despertaras. Llevas tres días dormido, chico. — La cara de un hombre cuarentón se asomó entre las cajas, tenía una barba que fácilmente competiría con la de Hagrid, estaba sucio y sobre todo, calvo; la mejor descripción que podría hacer sobre su descuidada apariencia es que las cajas sucias y húmedas se veían más saludables que este pobre desgraciado.

Pero como él, al contrario de Malfoy, sí tenía modales, se levantó del suelo sacudiéndose la ropa, puso su mejor sonrisa y extendió la mano en saludo. — Soy Harry, mucho gusto.

La cara desapareció entre las cajas, con el ruido de botellas de vidrio y latas cayendo, advirtiendo que el hombre se estaba poniendo de pie; pasados unos segundos, salió sacudiendo sus manos cubiertas con guantes.

— Soy Henry.

Harry sonrió ante el paralelismo de la situación, viendo lo similares que eran sus nombres y el hecho de que ambos llevaran guantes sucios, aunque, en su caso, estaban cubiertos de harina que había utilizado para hornear el pastel de Teddy a última hora.

Ese recuerdo le borró la sonrisa al instante. Miró al cielo que, ahora, estaba cubierto de estrellas, siendo la única luz del lugar la que provenía detrás de las cajas en las que estaba el vagabundo. Habían pasado tres días, pensó con pesadez, eso significaba que se había perdido el séptimo cumpleaños de su único ahijado.

— Un placer, Henry...

Sintiéndose resignado, supuso que podría darle las felicitaciones y el regalo mañana a primera hora, quedando de nuevo como el padrino irresponsable que era. Buscó el regalo en la hierba donde había caído, pero no halló nada, así que rebuscó en el interior de su bolso misterioso —llamado así porque le había agregado tantos hechizos de expansión que había olvidado lo que contenía en sus repisas mágicas—, pero la cajita azul con el listón rojo tampoco aparecía allí.

«Verde y rojo, los colores de la muerte» | Harry PotterDonde viven las historias. Descúbrelo ahora