LA TUMBA

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MIRÉ HACIA el techo: un color liso, azul claro. Mi cuerpo se revolvía bajo las sábanas. Lindo modo de despertar, pensé, viendo un techo azul. Ya me gritaban que despertase y yo aún sentía la soñolencia acuartelada en mis piernas.
Me levanté para entrar en la regadera. El agua estaba mas fría que tibia, pero no lo suficiente para despertarme del todo. al salir, alcancé a ver, semioculto, el manojo de papeles donde estaba escrito el cuento pedido por el profesor de literatura. Me acerqué para hojearlo, buscando algún error, que a mi juicio no encontré. Sentí verdadera satisfacción.
Al ver el reloj, advertí lo tarde que era. Apresuradamente me vestí para bajar al desayuno. Mordiscos de pan, sorbos a la leche. Salir. Mi coche, regalo paterno cuando cumplí quince años, me esperaba. Subí en él, para dirigirme a la escuela.
Por suerte, llegué a tiempo para la clase de francés. Me divertía haciendo creer a la maestra que yo era un gran estudioso del idioma, cuando en realidad lo hablaba desde antes. En clase, tras felicitar mis adelantos, me exhortó a seguir esa linea progresiva (sic), pero un amigo mío, nuevo en la escuela, protestó:
-¡Qué gracia!
-¿Por qué?- preguntó la maestra-, no es nada fácil aprender francés.
-Pero el ya lo habla.
-¿Es verdad eso, Gabriel?
-Sí, maestra.
Gran revuelo. La maestra no lo podía creer, casi lloraba, balbuceando tan sólo:
-Regardez l'efant, quelle moquerie!
Mi amigo se acercó, confuso, preguntando si había dicho alguna idiotez, mas para su sorpresa, la única respuesta que obtuvo fue una sonora carcajada. Al fin y al cabo, poco me importaba echar abajo mi farsa con la francesita.
Salí al corredor (aunque estaba mas que prohibido), y al observar que se acercaba el maestro de literatura, entré en el salón. El maestro llegó con su característico aire de Gran Dragón Bizco del Ku-Klux-Klan, pidiendo el cuento que había encargado. Entregué el mio al final, y como supuse, lo hojeó un poco antes de iniciar su clase. Su cara no reflejó ninguna expresión al ver mi trabajo.
Al terminar la clase, Dora se acercó con sus bromas estúpidas. Entre otras cosas, decía:
- Verás si no le digo al maestro que el cuento que presenraste es plagiado.
Contesté que me importaba muy poco lo que contara, y comprendiendo que no estaba de humor para sus bromas, se retiró.
En la tarde, me encerré en mi cuarto para escribir el intrincado conflicto de una niña de doce años enamorada de su primito, de ocho. Pero aunque bregué por hacerlo, dormí pensando en que me había equivocado al escribir ese cuento.
En mi sueño, Dora y el maestro de literatura, escondidos bajo el escritorio, reían salvajemente al corear:
- Ahora es tu turno, ven acá.
En la siguiente clase de literatura, vi que Dora susurraba algo al maestro y que después me miraba. Inmediatamente supe que Dora había hecho cierto su chiste. A media clase, el maestro dijo:
- Mira, Gabriel, cuando no se tiene talento artístico, en especial para escribir, es preferible no intentarlo.
- De acuerdo, maestro, pero eso, ¿En que me concierne?.
- Es penoso decirlo entre tus compañeros, mas tendré que hacerlo.
- Dígalo, no se reprima.
- Después de meditar profundamente llegué a la conclusión de que no escribiste el cuento que has entregado.
- Ah, y ¿como llegó esa sapientísima conclusión, mi muy estimado maestro?
- Pues al analizar tu trabajo, me di cuenta.
- ¿Nada mas?
- Y lo confirmé cuando me lo aseveró una de tus compañeritas.
- Dora para ser mas precisos.
- Pues, sí.
- Y, ¿de quien considera que plagie el cuento, profesor?
- Bueno, tanto como plagiar, no; pero diría que se parece mucho a Chéjov.
- ¿De veras a Chéjov?
- Sí, claro- aseguró, molesto.
- Pues yo no diría, veredicto que jamás pensé que llegara a creer lo que dice cualquier niña estúpida.
- Luego, entonces, ¿afirmas nota haber, eh, plagiado, digamos, ese cuento?
- Por supuesto, y lo demostraré la próxima clase. Tendré muchísimo gusto en traer las obras completas de Chéjov.
- Ojalá lo hagas.
Salí furioso de la escuela para ir, en el coche, hasta las afueras de la ciudad. Quería calmarme. Esa Dora, me las pagará. Tenía deseos de verla colgada en cualquiera de los árboles de por allí.
En la siguiente clase, me presente con las obras completas de Chéjov. Pero, como era natural, el maestro no quiso dar su brazo a torcer y afirmó que debí haberlo plagiado (ahora si, plagiado) de otro escritor: no me consideraba capaz de escribir un cuento así.
Sus palabras hicieron que mi ira se disipase para ceder lugar a la satisfacción. Como elogio había estado complicado, pero a fin de cuentas, era un elogio a todo dar.

Comme un fou il se croit Dieu, nous nous croyons mortels.
DELALANDE

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