La Tumba

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Desperté con los ojos anegados de lágrimas. No comprendí la razón, pero las gotitas saladas escurrían. Estaba pesado y sin flexibilidad.
Nuevamente, mi brumosa mirada vio primero el techo. El color azul permanecía. Tuve una ligera esperanza que se transformase en un tono malva, o algo así. El azúl se adueñaba de todo formando círculos a mi alrededor. Debo estar mareado, pensé al levantarme; pero no lo estaba.
Como de costumbre, era tarde, y sólo haciendo un considerable esfuerzo quise apurarme para llegar a tiempo, pero no lo logré. (Rien, c'est la chose qui vient.) Al estacionar el coche frente a la escuela, tenía ya media hora de retardo. Sentado, con la mirada fija en el volante, fingía reflexionar y llegué a la inexorable resolución de no entrar a clases. Lentamente encendí el motor para salir sin dirección fija, avanzando muy despacio. Un grito me hizo volver. Dora me llamaba desde una esquina. Metí la reversa, dirigiéndome hacia allá.
-No seas flojíb, Chéjov, entra a clases.
-Lo mismo te digo.
Risas.
-¿Hacia donde te diriges?
-A ninguna parte.
-Alors, ¿a dónde me llevarás?
-Al diablo.
-Eres imposible.
-Claro.
-¿Vamos al drive-in?
-Vamos.
Emprendí a toda marcha hacia el drive-in mirando de reojo a Dora, que encendía un cigarro. Sus dedos distraídamente acercaban a la lumbre, y de la misma manera, la agitaban para tirarla por la ventanilla. Es bonita. Sonrisa. Debe tener la impresión de que soy un efant terrible, o si no, imbécil. Mordí mis labios.
En el tugurio para automóviles me invadió la sensación de vaciedad, desconocida hasta entonces, forzandome a permanecer en completo silencio. Era una curiosa mescolanza de sensaciones. Sin ver a Dora, sentía sus ojos clavados en mi, incomodándome. Pensé que quizá tenía una mancha en mi rostro. Y cuando el mesero vino, ella no despegó su mirada. Mecánicamente mi mano extrajo un cigarro. Al sacar el cerillo, advertí que mi mano temblaba y que me era casi imposible encenderlo. Traté de concentrarme, pero sentí los ojos de Dora desmenuzádome. Mi mano temblaba, temblaban mis dedos. Creí que esos largos dedos de pianista que sostenían el cerillo no eran míos. Temblaban, temblaban. Todo se volvió círculos: mi mano, el cerillo, los dedos, su mirada, todo.
Fue cosa de un instante, y al quemarme, loa círculos se desvanecieron quedando sólo la risa de Dora. Risa cruel en boca fina. Riendo aún, encendió el cigarro de mis tormentos. Advertí el sudor, tenía la cara empapada. Como en un delirio recuerdo haberme secado. La miré, estaba divertidísima.
-Eres todo un carácter. Lo que se dice un escritor.
-¿De quien hablas?
-De ti.
-¿Dijiste escritor?
-Ajá: escritor..., en potencia.
-Y eso, ¿debe adradarme?
-Es a tu gusto.
-Ya digiero.
-Lo cual me llena de una siniestra satisfacción. Dime, ¿no te gustaría formar parte de nuestro círculo? ¡círculo!
-¿Qué rombo?
-El Rombo Literario Moderno.
-Luego entonces, ¿tu escribes?
-Sipi.
-Y, ¿Quienes forman el óvalo?
- Pues mira, están... Será mejor que los conozcas de trancazo. Pasa por mi mañana a las ocho, para que vayamos a la reunión.
-De acuerdo.
-Oye, ya terminé con esta asquerosa malteada; tengo ganas de beber.
-Pues bebamos.
-Mira, compras una botella y nos largamos al despoblado, ¿okay?
-Okay.
Compré un ron corriente. Salimos al campo. Era un día espléndido.
Nos detuvimos en un paraje solitario. Tras destapar la botella nos dedicamos a turnárnosla. Ya bastante mareados -y sin comprender bien lo que sucedía- adoptamos es papel de amantes. La sesión se prolongó hasta el atardecer. En aquellos momentos me sentía satisfecho y hasta contento de mi mismo. Dora fue mía. Yo no vi las circunstancias, sino el acto, que me produjo un considerable placer.
Cuando íbamos de regreso, me sentí con el derecho de pedir que dijera la verdad al maestro de literatura. Ella se negó con risas salvajes de triunfo. Entonces me supe derrotado, comprendí que ni siquiera la había seducido: todo se hizo por su iniciativa. Sentí una gran humillación que gradualmente se transformó en ira. Entonces ya no pedí: exigí. Ella se volvió a negar, ya en plan serio, pero aún con ironía en los ojos. Sostuvimos una disputa ante la puerta de su casa. Por fin nos calmamos. Quedé de acompañarla a la junta de su círculo al día siguiente, y con un glacial beso nos despedimos.
En mi casa me sentía perplejo. Pasé sin saludar a nadie, y en mi habitación la ira me encendió de nuevo. Ira loca, incontenible. Tenia varios deseos de ir por ella para estrangularla. Incontenible. Lloraba. Lágrimas saladas. Vi mi cara húmeda, mis ojos vidriosos reflejados en el espejo. Vino el vértigo, volvieron los círculos, y furioso, lancé un golpe que rompió el espejo, dejándome la mano ensangrentada.

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