Las seis de la tarde, mi habitación, dentro de dos horas iré por ella. Volví a ocuparme de mi lectura -la curiosidad hizo que comprara La rueda y hacía que no la arojase por la ventana-. ¡Este Juavaninno es realmente retrasado mental! Aún soporté de regular grado La rueda cuando una inmensa sensación de asco me invadió. Me asqueaba la novela en especial, y acostado, escupí lo más lejos que pude al arrojar el libro por la ventana. Pero fallé.
La mirada se posó en el azul techo y rápidamente me puse bocabajo, acariciando, sin darme cuenta, el buró. Con los ojos cerrados mi mano recorría el mueble. Esa misma mano abrió el cajón para sacar un libro. Respetable encuadernación. Abriéndolo al azar, encontré una frase de Lutero:We nicht liebt Wein, Weib une Gesang ser bleibt ein Narr sein lebelang
Y como no hablo alemán y no pude encontrar la traducción, el libro de encuadernación respetable hizo compañía a La rueda, pues también fallé.
Con ansiedad vi el reloj. Aún faltaba hora y media para la junta del círculo. Enterré la cara en la almohada, dejando colgado el brazo. Ese mismo en el cual estaba la mano que sacó el libro de la luterana cita, colgado.
Que imbécil postura. La cara en la almohada y el brazo colgando..., soy todo un golfo.
Recordé que debía hacer un trabajo de química, pero no lo hice. ¡Que me pueden importar los hidrocarburos; ya me las ingeniaré para burlar al químico! Y seguí bocabajo.
Dora tampoco había ido ese día a la escuela. Al preguntarme quién pudo haber sido su compañero de andanzas, pasé lista de los ausentes: Carlos ( el del incidente con la fransesita), Martín y Gilberto; eso, de mi grupo. Renuncié a averiguar quien pudo haber sido el compañero de Dora Castillo, la muchacha con la que había hecho el amor un día antes, y para colmo, por primera vez en mi vida, con iniciativa ajena. No se me olvidaba.
Me levanté para correr a la sala. Tenia ganas de armar un escándalo con el estéreo. En el tocadiscos, coloqué un disco de afrojazz -Mongo Santamaría-, pero antes de ponerlo a trabajar, cheque si había alguien. Tenia deseos de molestar. Tuve suerte: mi madre tomaba chocolate humeante en el jol, no lejos de la sala. Regresé pausadamente al aparato. El disco comenzaba con un sonido de bongos que crecía paulatinamente de volumen, hasta alcanzar un escándalo coronado con el aullido de mi madre.
-¡Detén tu infernal ruido, he tirado el chocolate!
Sin hacerle caso, mantuve el volumen del estéreo. Mi madre hizo su entrada triunfal con la cara congestionada por el furor.
-¿No oíste? Bájale.
Yo, sin mostrar deseos de complacerla, me sacudía dando vueltecitas al compás de los bongós. Escuchaba sus regaños:
-¡Desconsiderado! ¡Lo haces adrede!
Con mucha estética, di una vuelta mas antes de disminuir el volumen. Mamá salió lanzando imprecaciones. La risa se empezó a formar en mi garganta y supe que explotaría en una carcajada. No quise empeorar la situación y salí corriendo a la calle. Riendo salvaje mente. Veía la cara enfurecida de mamis y eso hacia que la risa continuara. Casi caí por el ataque. Cuando logré contenerme, advertí el frío que hacia. Mi cuerpo se estremeció al entrar de nuevo en la casa.
En mi cuarto, quise verme en el espejo y recordé el puñetazo del día anterior, y cómo mi padre me había regañado. Mi mano vendada me dolió como nunca.
Me puse un estrecho pantalón gris, camisa negra, gazné blanco, suéter ídem y gabardina. Bajé la escalera, y en la sala, hice unos pasos de baile: el disco no había terminado. Me asomé de nuevo en el jol: mamá insistía con su chocolate. Silenciosamente llegué al tocadiscos para subir al volumen, con violencia. Antes de oír las maldiciones de mi madre, corrí a la calle.
En el auto me puse los guantes oyendo como el afrojazz fue cortado con brusquedad, y antes de que otra cosa sucediera, partí hacia la calle Carlos Finaly, número 344, donde vive el arquitecto Equis Castillo, padre de la rubia llamada Dora. Con la calefacción del auto y la musica suave de la radio, casi llegué a sentirme a gusto.