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Unas horas más tarde, abro la puerta del dormitorio de mi padre con una enorme caja de cartón vacia a rastras

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Unas horas más tarde, abro la puerta del dormitorio de mi padre con una enorme caja de cartón vacia a rastras.

Me deslizo por la estancia con cuidado; es un acto reflejo, debido a mis anteriores incursiones secretas. Recorro la dis- tancia que me separa del vestidor de mi madre y alargo la mano hacia el pomo de plata.

He estado posponiendo el momento de encargarme de esta habitación desde que la casa se puso en venta, hace ya tres semanas. Sabía que sería la más difícil de todas. Y lo seguiría aplazando de no ser por mi padre, que me acaba de dar una caja, ha señalado las escaleras y ha mascullado: "Hoy toca el vestidor", antes de irse al sótano a toda prisa a revolver entre los trastos.

Respiro hondo y giro el pomo. El olor dulce al perfume de lilas que emana de los vestidos, las camisas y las faldas me asalta de inmediato, cálido y seguro. Desaparece de esta casa, de este dormitorio, de este vestidor y de mi vida segundo a segundo.

Pero, por ahora, sigue aquí.

Me quedo quieta en la oscuridad por un instante y es como si... Como si pudiera sentirla junto a mí. Dejo que me envuelva una vez más, permito que la tristeza abrumadora que me asola salga de la caja en la que siempre la tengo encerrada, la que solamente me atrevo a abrir aqui. Se me alerta al pecho con más fuerza, recordandome por que siempre intento evitar esta sen sación, algo que la mudanza me pone cada vez más dificil.

La noche de bingo me lo dificulta cada vez más. Quizá debería dejar de intentar apartar estas sensaciones todo el tiempo.

Porque dentro de poco viviremos en una casa nueva en la que no habrá ningún vestidor repleto de su olor y, por lo tanto, no habrá ningún lugar donde pueda cobijarme para sentirme cerca de ella cuando esté triste, enfadada o me hayan roto el corazón, cuando lo único que desee sea hablar con ella, como hacía siempre.

Enciendo la luz y acaricio la hilera de colgadores con suavidad mientras intento convencerme de que solo son prendas de ropa. Pedacitos de tela, nada más y nada menos.

Pero es imposible. Cada pequeña cosa se me antoja un recuerdo.

Empiezo con un cardigan negro. Es una chaqueta normal, particularmente nada estilosa, pero se la solía poner cuando decorábamos pasteles en la cocina. Los bolsillos son lo bastante grandes para guardar las mangas pasteleras, las espátulas y los tarros de virutas de colores.

Lo saco de la percha y me quedo mirandolo, intentando reunir las fuerzas necesarias para meterla en la caja.

Para dejarla ir.

Sí, ya lo sé. De algún modo, sé que este momento tenía que llegar. Lo sé desde hace tiempo.

Cuando las facturas de médicos y hospitales empezaron a llegar después de aquel verano, las fechas de vencimiento quedaron muy atrás en un abrir y cerrar de ojos. Mi padre hizo todo lo que pudo para mantener la situación a raya, todo menos despojarse de nuestra casa. Nunca me lo dijo, pero creo que, durante mucho tiempo, sintió que si renunciaba a la casa renunciaría también a ella. Creo que esa es la razón por la que luchó tanto por conservarla.

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