I - Refugiados

105 16 8
                                    

—¿Ustedes creen de verdad que está bien? Tiene pinta de estar delirando, estoy algo preocupada.

—No, de verdad no lo creo...

—¿Y qué quieren que haga? Soy médico, no psicólogo. Apártense, creo que recuperó la consciencia.

Volví a hacer uso de la movilidad de mis párpados al sentir una calidez que corría por mis venas. No me acordaba de nada. En cuanto conseguí acostumbrarme a la luz que ahora me rodeaba, divisé una pequeña habitación en la que yo y tres personas más nos encontrábamos. La habitación era de madera color cobrizo perfectamente amueblada. Tenía dos puertas: una que parecía dar al exterior, como contaban las ventanas pegadas a ella, y otra con conexión a una sala la cual todavía no conocía.

Los pensamientos que tenía en mi delicada cabeza acerca de mi hermano y qué había deparado el destino a mis padres habían parado, para dar paso a nuevas preguntas sobre la charla que acababa de terminar. Intenté incorporarme en vano, debido a que un dolor en el costado me asaltaba. Al levantar una camisa marrón vieja y medio rota que, claramente, no era mía, pude ver que un vendaje blanco rodeaba mi tronco desde la cintura hasta mis axilas.

—Ven, ¿quieres que te ayude a incorporarte? —Dijo la primera voz, la que creía que estaba delirando. Era una chica rubia de ojos azules. Tenía la nariz picuda, y unas largas y pobladas pestañas. Sus cejas estaban perfectamente definidas, y unas suaves pecas decoraban su blanco rostro. No me gusta juzgar a la gente por su aspecto, pero dado que ella lo hizo primero, a mí se me permite decir que me pareció la típica niña de buena familia, a la que se lo dan todo hecho y que no sabe, ni si quiera, qué pie poner delante en una pelea.

—No —Respondí, más borde de lo habitual. Debido a mi respuesta cortante, un silencio casi tenebroso se abrió paso en aquella habitación, y el chico que parecía ser el médico tomó aire para empezar a decir algo. Un intento que fue en vano, ya que otra nueva persona tomó la palabra antes que el joven de comportamiento misterioso.

—Connor, será mejor que cierres la boca —Concluyó una nueva chica. Esta, al contrario que la otra, tenía la piel oscura y el pelo rizado, con unos ojos verde esmeralda enormes que reafirmaban la figura de su cara. Ella tenía unos rasgos hermosos a mis ojos, y miré curiosa a esta nueva persona.

La conversación había parado mientras los nuevos conocidos se disuadían de la habitación de manera incómoda y silenciosa. Intenté ordenar mis pensamientos. Salí de la mullida cama con colchas rojas y me dirigí hacia el espejo que había en la habitación para observar mi cuerpo: había perdido, por lo menos, cinco kilos. Mi masa muscular era casi inexistente. La cordura no era lo principal rondando mi cabeza, así que me puse mis zapatos negros con ligas blancas y salí de la habitación rumbo a un sendero donde pudiera correr.

Para mi sorpresa, no resultó ser un infierno lo que había fuera del refugio que utilicé sin saberlo. No sabía por qué estaba allí, ni cómo me habían encontrado. No sabía quiénes eran estos seres. Su raza era casi invisible a simple vista, haciendo que fuera difícil de descifrar. Las personas que había conocido no tenían nada en común, y eso incomodaba a mi capacidad de deducción. Cuando alcé la vista para poner un rumbo fijo hacia el cual correr, descubrí que aquello se trataba de un auténtico paraíso. Boquiabierta, observé cómo césped del más puro verde decoraba, escaleras abajo, toda una soleada pradera. Un pequeño columpio amarillo daba un toque de alegría, si es que cabía más, al lugar.

Rápidamente, noté cómo alguien tocaba mi hombro, y en un rápido aspaviento; logré zafarme del que no era maligno pero yo malinterpretaba agarre.

—Vale, vale, chica... —Puse una mueca de asco— Creo que no hemos empezado con buen pie. Soy Mavis. Perdón si me oíste decir que estabas delirando, pero...

Bajo la luna llenaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora