II- Todoterreno

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No había llorado tanto en mi vida. Había despedido a mi padre, ese que todas las noches me besaba la frente, ese que por las mañanas me daba cálidos abrazos, ese que amaba a sus hijos y a su mujer por encima de cualquier otra cosa, ese que me hacía sentir viva. El que me guardaba en una cajita protegida por él para que no me pasara nada, metafóricamente hablando. El que, sin saberlo, era mi mejor amigo; mi apoyo, mi razón de continuar. El que contribuyó a darme la vida y el que me protegió con la suya.

Y, sin mentir, no sabía qué hacer ahora. Fuera del pueblo y sin padre, ¿qué rumbo debía tomar? Era libre, libre de ataduras, libre de normas y de miedos. Libre de hacer lo que yo quisiera.

Saliendo de la cabaña donde acababa de terminar el velorio de mi padre, cosa que yo nunca había presenciado, decidí poner cara de que nada pasaba, como siempre. Una vez puesto mi escudo de nuevo, quise apartar todas esas ideas que me confundían de mi cabeza e indagar en aquella gente. Decidí que, a la mañana siguiente, saldría a hacer mi ejercicio matutino de siempre: no podía dejarme, no sabía si en aquel lugar desconocido necesitaría mis fuerzas pronto.

* * *

El sol se colaba por la ventana. ¿Se podía saber qué hora era? Normalmente, cuando me despertaba para hacer ejercicio, el sol no había salido aún. Miré a mi alrededor. Estaba acostada cómodamente en un sillón sobre el que se alzaba una ventana gigante, mientras mi madre dormía plácidamente en un colchón en el suelo, con el pelo desparramado por la almohada. Alex, en la otra punta de la habitación, dormía en aquella mullida cama de colchas rojas. Al saber que todos estaban dormidos, me levanté sin hacer ni un ápice de ruido y me dirigí al baño para cambiarme. Cuando me puse un harapo gris en forma de camisa y un chándal blanco que me quedaba enorme manchado de café cuyo dueño no conocía, me até mis zapatos negros de ligas blancas y salí dispuesta a correr.

Cada vez que salía de esa casa de madera, me sorprendía de igual manera. Y me daba la sensación de que no iba a dejar de hacerlo en mucho tiempo. Me dirigí al sendero por el que había intentado correr hace unos días, suponiendo que no seguía drogada (aunque sólo Cono sabía a lo que se refería, porque yo nunca lo entendí). Caminé por la hierba hasta que ya solo quedaba de esta por los lados, de manera que un largo camino de tierra se mostraba delante mío.

Comencé a correr, aumentando la velocidad gradualmente hasta que mi cuerpo me pedía que me rindiese. Mantuve ese ritmo hasta que, en medio de mi respiración, la brisa y los pajarillos; se escucharon pasos. Como un acto reflejo, me agaché detrás de un arbusto y lo vi. Ya no eran pasos lentos, eran veloces; y el que los hacía sonar era Cono, solo. Corría rápidamente, aunque menos que yo, con el ceño fruncido, el torso desnudo, una mochila enorme a la espalda y un pantalón de pijama que no le dejaba libertad de movimiento. Observé embobada la imagen. No me vendrían mal unas bragas nuevas. Genial, la fiesta acababa de empezar.

Con cara seria, corrí detrás de Connor, que se dirigía en rumbo totalmente opuesto a la cabaña. ¿Qué raza sería él? Ningún rasgo aparente daba rienda suelta a mi imaginación, y tampoco percibía comportamientos significativos. Aunque, claro, a no ser que yo moviera algún objeto, no se podía deducir que era una mryain.

Si, una mryain; yo pertenecía al tercer grupo de la aldea, los que podían mover objetos a su antojo sin necesidad de tocarlos. En el pueblo, los jóvenes menores de veinte años recibíamos clases obligatorias impartidas por instructores profesionales. Todos estaban separados por grupos, habiendo tres: Los wryains, los ryains y los mryains. Cada grupo tenía cuatro asignaturas; siendo las mías defensa propia, ataque, agilidad y psicología. Esta última era optativa, sólo obligatoria si los instructores consideraban que ese mryain no servía para atacar cara a cara.

Bajo la luna llenaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora