Capítulo 5

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—Llegas tarde.

Y Adrien lo sabía, pero eso no impedía que se sintiera como si cientos de cuchillos le atravesaran la carne cada vez que una frase de su padre le recriminaba algo.

Ese día no sólo lo había mandado a llamar antes de lo acostumbrado, sino que también exhibía un humor mucho peor del habitual (si es que eso era posible) y la habitación en la que se hallaba recluido hacía 10 años se sentía más asfixiante.

Todo aquello conspiraba para que a Adrien se le erizara hasta el último pelo de la nuca. Normalmente acudía a estas reuniones con el alma en vilo, pero ese día todo parecía indicar que ya había sido juzgado y condenado por un crimen del que, no sólo era inocente, sino que le obligaría a pagar el mayor de todos los precios.

Adrien sólo había pasado por las cocinas a dejar al gato y por su habitación para cambiarse por su tercer traje de gala, vestuario obligatorio cada vez que se presentaba ante el rey, pero esas tareas le habían robado cuatro valiosísimos minutos, por los cuales había llegado tarde. Y se encontraba rogando en su interior para que su padre no notara la insignia faltante en su chaqueta.

—Y no estás adecuadamente vestido para presentarte ante mí. —Adrien se percató que esperar que su padre no reparara en la insignia faltante era pedir demasiado a la suerte—. No sólo has olvidado la tercera insignia de la segunda fila de tus galardones, sino que además te presentas con las botas de trabajo.

Adrien se encogió mentalmente ante su negligencia. Sí era cierto que la insignia no la había podido encontrar, pero olvidar cambiarse el calzado le iba a valer otra discusión que no tardó en llegar. Aunque, dado que sólo era Gabriel hablando, Adrien no sabría si calificarla como "discusión" era del todo correcto. Puede que "monólogo recriminatorio" fuese más acertado.

—Que te presentes ante mí con esas fachas es muestra de que volviste a desobedecerme y trabajaste en el puerto con los jornaleros y pescadores. Esas... personas —prosiguió Gabriel, aunque se notaba que llamarlos "personas" le causaba cierta molestia— no están a tu nivel, Adrien. Ya hemos hablado de este tema antes, así que ¿por qué insistes en juntarte con esa parte tan baja? Tú eres el príncipe y no te puedes rebajar tanto.

—Padre —intentó intervenir Adrien manteniendo un tono de voz bajo y respetuoso y reteniendo la furia ante la forma en la que su padre se refería a su pueblo—, no lo hago. Es trabajo y no considero que haciéndolo me rebaje en ningún sentido, todo lo contrario.

—Tu trabajo es ser su príncipe, no cargar los fardos de mercancías junto con ellos.

Adrien sabía que esa conversación no llegaría a ningún lado, y lo sabía no sólo porque conocía cómo pensaba su padre, sino porque no era la primera vez que la tenían. Pero, incluso sabiendo que perdería la batalla, Adrien no se rindió.

—Mi trabajo es estar a su lado y ayudarlos en lo que pueda. Soy joven así que puedo cargar fardos, como usted dice, padre, y no tengo que dejar en ningún caso ni ante ninguna circunstancia de ser su príncipe. Créame que me tomo mis responsabilidades muy en serio. Sin embargo, no me cuesta nada hacerlo. Es más —jugó la última carta que le quedaba— conocer su labor me permite realizar mejor la mía.

Gabriel elevó un poco el labio superior en reconocimiento ante lo que decía Adrien, pero no mostró ningún otro signo que diera a entender conformismo o aceptación ante lo que su hijo decía. Sólo admitía, en un lugar muy profundo de su interior, que había utilizado las palabras correctas y no había cedido a su temperamento. Iba mejorando.

Cada vez que lo miraba, Gabriel veía a su esposa. No era solamente el parecido físico. Aunque Adrien sí tenía los ojos y el cabello muy parecidos a los de su difunta esposa, su estructura ósea y porte los había heredado de él. La realidad era que Adrien había heredado los mejores rasgos de sus padres en la perfecta medida.

La Sirenita. Luchando por amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora