Daniel Castillo siempre percibió al profesor Eduardo Salas como un hombre duro, un gran docente a pesar de la actitud excéntrica y distante que mantenía con sus alumnos. Jamás imaginó que alguien como él encarnara el arquetipo del suicida. Sin embargo, ahí yacía; sin vida, con su mano aferrada a un revolver y con un agujero en la tapa de su bóveda craneal.
El profesor Salas fue un eminente antropólogo, un hombre ampliamente respetado en su campo académico. Nadie más que él podría ofrecer una perspectiva tan enriquecedora sobre los rituales de los pueblos precolombinos y los mitos y leyendas del mundo rural, temas del que impartió más de una asignatura en la Universidad de Concepción. Fue guía y mentor en la redacción de la tesis de Daniel, y, en algunos aspectos, fue mucho más que eso. Era una especie de modelo a seguir para él, casi como un segundo padre. A pesar de su semblante adusto y de sus estrictos -y a veces extraños- métodos de enseñanza, Daniel no se vio intimidado. Por el contrario; se mostró interesado por la materia que impartía, y sobre todo por la peculiar forma que tenía de enseñar. Ocasionalmente se quedaba a conversar con él después de clases, y de esta forma, lentamente fue forjando una fuerte relación de mentor-alumno.
Poco antes de su suicidio, el profesor Salas le había comentado a Daniel que se encontraría ocupado investigando un extraño objeto que fue desenterrado de las orillas del Lago Rupanco, en un sitio arqueológico que databa de los tiempos de la cultura Pitrén. Consciente de su dedicación para desentrañar el significado simbólico del objeto, Daniel se abstuvo de atosigarlo demasiado con sus preguntas, pues prefirió no perturbar su importante labor investigativa.
Sin embargo, llegó un momento en que su paciencia, como la de cualquier ser humano, demostró no ser infinita. Tras casi un mes de llamadas telefónicas desatendidas y correos electrónicos sin respuesta, un oscuro presentimiento que comenzaba a manifestarse finalmente se apoderó de Daniel. Impulsado por este pensamiento instintivo -o tal vez por su impaciencia-, compró un pasaje a Osorno y raudamente armó su maleta, dispuesto a averiguar por sus propios medios la razón tras el silencio del profesor. Con sus objetivos claros y sin intención de dejarse caer en distracciones -y sin siquiera almorzar, tras un viaje que tomó más de ocho horas-, lo primero que hizo al llegar a la austral ciudad chilena fue tomar un taxi hasta la casa de verano del profesor Salas, en donde se hospedaba mientras durara la excavación. Por varios minutos golpeó en su puerta con insistencia, y el corazón le golpeó de vuelta en el pecho. Pero nadie respondió.
Consciente de que el profesor era un hombre anciano y solitario, Daniel se temió lo peor, y el pesado sentimiento de preocupación que lo embargaba no hizo otra cosa que exacerbarse. Al darse cuenta de que nadie acudiría a abrir la puerta, se dio la libertad de forzar la entrada en su morada del profesor. Todavía estaba levemente aferrado a la posibilidad de que sus inquietudes no fueran más que las maquinaciones de su impaciencia. Pensó por un breve instante en cómo Eduardo Salas lo regañaría por romper su puerta, en como tendría que pagar por la reparación -o en el peor de los casos, como sería expulsado de la universidad por irrumpir en la casa de su profesor-, pero el pensamiento le fue rápidamente arrebatado.
Al sentir un olor dulzón y putrefacto penetrando en sus fosas nasales -olor que era tristemente familiar para Daniel- la esperanza se desvaneció por completo. La muerte misma parecía arrojarle su aliento en la cara; este era el típico olor de los cadáveres en descomposición. Al hacer su práctica en el Servicio Médico Legal, estaba acostumbrado a la pestilencia que expelían los cuerpos en descomposición. Sin embargo, esta vez el hedor hizo que inmediatamente fuera acosado por las arcadas.
Por una costumbre atávica adquirida en los tiempos de pandemia, Daniel siempre llevaba consigo una mascarilla en su bolsillo, por lo que pudo adentrarse en la invisible nube de amonio y cadaverina sin vaciar sus entrañas.
Con la mascarilla cubriendo boca y nariz, se dispuso a explorar la casa, persiguiendo el pútrido olor allá donde fuera más intenso. Esto lo llevó hasta el segundo piso, a la entrada del salón de estudio, en donde las moscas zumbaban frenéticas tras la puerta; un coro sombrío y repugnante que vaticinaba lo que encontraría a continuación. Al cruzar el umbral y el enjambre de moscas, Daniel confirmó su sombría sospecha: El profesor había muerto. Había decidido ponerle fin a su vida al tragarse la bala de un revolver.
Con paso tambaleante y las rodillas temblorosas, Daniel se acercó hasta el profesor, tratando de no ceder ante su propio peso. Eduardo Salas se encontraba recostado sobre el escritorio con el cañón del revólver todavía en su boca; su mano derecha se hallaba petrificada, por siempre empuñando el arma con el que se quitó la vida.
Al acercarse más, Daniel se dio cuenta de que largo tiempo había pasado desde que el profesor Salas se quitó la vida, pues su cuerpo ya estaba bien entrado en el estado de descomposición. Fluidos escurrían con lentitud de las grietas ennegrecidas y las ampollas de gases que se comenzaban a formar en su cetrina y quebradiza piel, mientras que los insectos ya habían devorado sus ojos y la carne al rededor del impacto de la bala, haciendo de estos un sitio ideal para la incubación de sus huevecillos.
El tiro había sido preciso, sin embargo, también violento y caótico; pues la bala dio en el vértice craneal, justo en el lugar en donde los huesos parietales se encontraban con el hueso occipital. El impacto de la bala había sido tan bestial que la sutura sagital era ahora una gran grieta que separaba ambos huesos parietales, tan abierta que Daniel logró ver el cerebro de Salas; se veía amarillento, sin forma y lleno de manchas blancas que, al acercarse más, Daniel se dio cuenta de que eran larvas de mosca haciendo un festín de la materia gris.
El hedor era tan vil que el estudiante sintió mareos y un irremediable deseo de vomitar, teniendo que dar unos pasos atrás y apoyarse en un librero para no perder el equilibrio. Se sintió sin aire, por lo que procedió a quitarse la mascarilla para lograr una inhalación profunda. Esto fue un error, pues el fétido vaho mortuorio llegó hasta sus pulmones, empujándolo a vomitar de todas formas.
Tras vaciar sus entrañas en el suelo de madera enmohecida, Daniel trató de volver a enfocar su vista, secándose las lágrimas de sus ojos y pestañeando con fuerza. Al centrar su visión en el librero se dio cuenta que la sangre llegó a salpicar a un buen par de libros, cosa extraña, pues estaban relativamente lejos de donde Salas se había pegado el tiro. Al acostumbrar su visión a la penumbra, descubrió que la sangre estaba por todos lados, ya seca, negra y pegajosa. El suicido del profesor fue un completo desastre.
No podía distinguirlo en el momento, pero su mirada aguda notó que había algo inusual en el patrón que seguía la salpicadura de la sangre. En el costado más cercano al cadáver del profesor, la mayoría de los dorsos de los libros se hallaban manchados con gotas negras de sangre seca, salvo por unos cuantos. Había un espacio completo del librero, rodeado de dorsos manchados, en dónde no había llegado la sangre. Era como si algo -o alguien- hubiera obstruido el paso. Daniel supuso que el respaldo de la silla del profesor había impedido que ese punto fuera salpicado, por lo que no le prestó mayor importancia y decidió no perder más tiempo; ya era hora de notificar a carabineros.
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La Marcha de los Condenados
HorrorTras la misteriosa muerte de su profesor, Daniel hereda un enigma que se entrelaza con lo sobrenatural y lo arqueológico. "¡Únete a La Marcha de los Condenados!", y te adentrarás en el relato de un misterio cultural lleno de descripciones grotescas...