V: Para Daniel

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16 de octubre, 2024

Han regresado. Los intrusos han regresado.

El sonido de una multitud marchando en las afueras de mi casa me despertó en la mitad de la noche. No era un par ni dos, era un verdadero enjambre humano; no trotando, como en veces anteriores, sino corriendo. Parecían alterados, como queriendo escapar de algo...

Me avergüenza escribir que esta vez no tuve los huevos para salir con el revólver, y en su lugar llamé a carabineros. Los pasos se dispersaron en cuanto la sirena asomó sus primeras luces en el horizonte. Llegó un tal Sargento Retamal; un huevón desagradable y altanero. Dijo que probablemente se trataba de un grupo de, y cito, "indios" de la reserva vecina, a los que se refirió grosera y gratuitamente como flojos y terroristas.

No ofreció ninguna patrulla ni ninguna escolta que cuidara mi casa, tan solo un gesto condescendiente. No lo dijo, pero que dudaba de mis capacidades mentales. Lo podía ver en su mirada...

23 de octubre, 2024

No puedo dejar de pensar en los intrusos, en sus pasos de desespero. Algo me hace sentir como si en verdad el intruso fuera yo...

Para sosegar mi mente sofocada, me he concentrado exclusivamente en el estudio de la tablilla. No obstante, esta actividad ha demostrado ser un calvario más que una distracción. Mientras más la veo, más me doy cuenta de que las figuras van cambiando... A veces las ramas de los árboles forman figuras humanoides y ajenos, de seres que la ciencia nunca tendrá la capacidad de registrar, ellos siempre los vigilan.

Las mismas expresiones de los nativos en marcha van cambiando. En algunas ocasiones se muestran con semblantes sombríos y aletargados, como si hubieran estado caminando por dieciocho mil años. Siempre que tienen esas expresiones de derrota y letargo, el contraste cambia; la oscuridad se pone en frente de ellos y parecen ir caminando hacia las penumbras, derrotados y aceptando sus destinos, marchando en perfecto orden hacia la negrura. Cuando la oscuridad está a sus espaldas, las figuras observantes tras los árboles se desdibujan, y en su lugar, van formando el contorno de una bestia indescriptible, una amalgama incomprensible de carne y vísceras. Cuando este ser se asoma, las expresiones de los nativos son las de un horror absoluto; sus extremidades parecen languidecer y retorcerse en posiciones imposibles, sus rostros reflejan un profundo dolor y la uniformidad del grupo se ve disuelta, corriendo con horror en todas las direcciones que les sean posibles.

Algunas veces aparecen anacronismos. Colonizadores europeos, hombres en armaduras... Entre la oscuridad, a veces aparece un hombre de abrigo largo y sombrero de vaquero, como una especie de montaraz del siglo XVIII. Esa es la figura que más miedo me infunde, la del hombre del sombrero.

Hay veces que lo veo fuera de la tablilla, caminando por estos mismos pasillos. Es un hombre desgarbado, de barba de varios días y de ojos profundos. A veces, su mirada oculta una maldad inefable. Otras veces, parece ser indiferente a todo lo que le rodea.

Lo veo por el rabillo del ojo cuando me doy la media vuelta para ir a buscar algo, lo veo en el espejo del baño cuando me lavo la cara... Lo veo en el umbral de mi puerta, cuando me despierto en medio de la noche, en medio de una laguna de sudor que cubre mi cama. En esas ocasiones, solo se me queda viendo con su mirada penetrante, apuntándome con el dedo y desfigurando su rostro en una mueca indescriptible que me infunde de horror. Abre la boca como queriendo gritar, empero, no emite sonido alguno. Solo se queda así; mirándome fijamente hasta la muerte de la noche, cuando el sol se cuela entre las cortinas. En ese entonces, se desvanece en el aire.

El hombre del sombrero no me es ajeno. Alguna vez se apareció ante mí, en mi juventud. Fue un par de años antes de que mi abuelo se quitara la vida, cuando cayó víctima de las alucinaciones de su padecimiento mental.

Según los mitos rurales, el hombre del sombrero es el heraldo de la muerte; el avatar latinoamericano de Caronte, Lucifer u Osiris. Su aparición no es más que el presagio de que cosas terribles están por suceder.

29 de octubre, 2024

Los intrusos han vuelto. Esta vez están marchando dentro de mi casa. Los escucho hablar; me invitan a formar parte de su marcha.

"Únete a la marcha de los condenados", me dicen. "Ven con nosotros a recorrer el camino sempiterno". Me he encerrado en la sala de estudio. Jamás me atraparán con vida.

31 de octubre, 2024

Querido Daniel. Si estás leyendo esto, es porque me he quitado la vida.

Lamento no poder seguir ayudándote con la redacción de tu tesis. Estoy seguro de que lograrás convertirte en un excelente antropólogo, pero tendrás que seguir ese camino sin mí.

He estado encerrado en mi estudio desde anteayer, sin comida y sin agua. Los intrusos han estado golpeando en mi puerta constantemente y con tanta furia que creo podrían echarla abajo. Pero nunca lo hacen... la puerta siempre permanece incólume.

Aun así, lo que es un verdadero detrimento para mi psique no es el incesante golpeteo o las súplicas de los condenados... Lo que me hiela la sangre es el hombre del sombrero. He estado encerrado con él desde ayer y no puedo aguantar un segundo más...

Solo se queda ahí, parado y apuntándome con el dedo índice, como queriendo acusarme. Su boca siempre está abierta, su rostro siempre está desfigurado en aquella mueca horrible. Mientras escribo estas palabras, él está atrás mío, clavándome esos ojos muertos en la espalda. No lo quiero mirar, pero lo puedo sentir.

Aléjate de esa tablilla, Daniel. No te traerá nada bueno.

Me despido atentamente.

—Eduardo Salas, doctor en Antropología.


Nos vemos al otro lado...

La Marcha de los CondenadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora