VI: El Hombre del Sombrero

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Daniel Castillo se despertó en medio de la noche, corto de aire e incapaz de mover su cuerpo. Solo podía mover sus ojos, los que recorrían las esquinas de su habitación con desespero y frenesí.

El diario de Eduardo Salas había dejado una marca indeleble en su psique, provocando la parálisis del sueño que ahora lo aquejaba, racionalizó Daniel. No obstante, cualquier intento de mantener una altura de miras apegada a la realidad fue borrada de golpe cuando observó la silueta del hombre del sombrero mirándolo desde una esquina.

Los detalles se hallaban parcialmente cubiertos por el manto de oscuridad que nublaba su habitación, dejando entrever aquella mueca horrible que Eduardo Salas describió en su diario. Tenía la boca abierta de una manera humanamente imposible, era una mueca tan descomedida que Daniel pensó se le zafaría la mandíbula. Apretó los ojos negándose a seguir mirando, y así la parálisis se desvaneció.

En cuanto salió el sol, Daniel se propuso a devolver la tablilla a los arqueólogos que la encontraron. Sin embargo, al sacarla de su caja, empezó a estudiarla meticulosamente en busca de algún cambio, como sucedía en el relato de su difunto profesor. A primera vista no observó cambio alguno, pero al observarla con mayor detenimiento, notó que uno de los tantos nativos se veía diferente; una de las figuras anacrónicas de la que hablaba el profesor.

Era un hombre viejo y de complexión mestiza. Usaba lentes y mostraba con orgullo una calvicie incipiente y una barba bien cuidada. Era la viva imagen de Eduardo Salas, marchando junto al resto de los condenados.

Daniel pegó un grito y soltó la tablilla, haciendo que impactara sobre el escritorio de cristal y haciéndolo añicos ante el peso de la reliquia. Hiperventilado, el joven estudiante no atinó a hacer otra cosa que abandonar la seguridad del hotel en el que se hospedaba. Sintió el irremediable impulso de alejarse de esa tablilla, tenía que alejarse. De otra forma, presentía que algo horrible iba a ocurrir.

Al salir a la avenida, sintió los ojos de la gente punzando en su espalda. Impulsado por un terrible sentimiento de paranoia, corrió y corrió hasta que sus piernas no pudieron más. Había algo extraño en el aire, lo podía sentir al tratar de recuperar el aliento.

La brisa empujaba con más fuerza de lo usual, aunque a ratos amainaba. A veces el cielo oscurecía, a veces aclaraba. La gente a su alrededor caminaba al revés y los edificios retrocedían, convirtiéndose en casas coloniales y chozas de madera. El mismo paso del tiempo parecía estar doblegándose a una voluntad desconocida.

Decir que Daniel se encontraba confundido y asustado sería atenuante. La realidad alrededor se estaba desdibujando frente a sus propios ojos, convirtiendo la avenida moderna en un espacio atemporal. Se encontró inmerso en un escenario que parecía sacado directamente de la tablilla que tanto lo aterraba; de un momento a otro, las araucarias dominaban el paisaje y la ciudad de Osorno había desaparecido por completo.

Las personas a su alrededor caminaban en direcciones que desafiaban toda lógica. Algunos avanzaban hacia atrás, otros se movían de un lado a otro sin rumbo aparente. Los rostros reflejaban confusión y miedo y, en algunos casos, parecían estar atrapados en un estado de letargo, como si hubieran caminado por kilómetros sin parar. Algunos parecían ser colonos europeos, marchando maniatados tras un cacique mapuche de cuerpo pintado. Por otro lado, cientos de mapuches marchaban sin dirección aparente. Sus cavidades oculares habían sido vaciadas y sus manos amputadas.

Desesperado, Daniel trató de alejarse, pero cada paso parecía llevarlo más adentro de esta extraña dimensión. En su intento por huir, tropezó con un anciano que le resultaba extrañamente familiar. El hombre, de semblante sabio, poseía una barba bien cuidada, un par de lentes impropios de su contexto y vestía un chaleco de marca. Aquel hombre era Eduardo Salas, pero aquello era imposible. Ese hombre estaba muerto.

Sus ojos, profundos y preocupados, se encontraron con los de Daniel, como si conociera su inminente destino. Sin decir una palabra, el profesor extendió una mano hacia su estudiante, en un gesto que parecía ser tanto una advertencia como una oferta de ayuda.

Sin embargo, antes de que Daniel pudiera reaccionar, la escena cambió repentinamente. Se encontró de nuevo en la avenida, como si nada de lo anterior hubiera ocurrido. El bullicio y la normalidad regresaron, pero la sensación de que algo terrible se avecinaba seguía atormentándolo.

Decidido a deshacerse de la tablilla maldita, corrió hacia el lugar donde se hospedaba, dispuesto a deshacerse de ese objeto que parecía estar causando estragos en su realidad. Con un golpe de determinación, abrió la puerta de su habitación de una patada y, en medio de los cristales rotos, tomó la tablilla. Corrió de vuelta hacia la avenida, siguiendo el camino que llevaba al puente. Al llegar, arrojó la tablilla a un río cercano sin pensarlo dos veces, esperando que el agua se llevara la maldición que la envolvía.

Pero justo cuando el objeto tocó el agua, el frío recorrió su espalda. El cielo se oscureció, como si la misma naturaleza rechazara la presencia del artefacto. Un grito ensordecedor llenó el aire, y Daniel, abrumado por el miedo y el terrible grito, se cubrió los oídos con apremio. Observó al otro extremo del puente, y allí vio al hombre del sombrero, con el rostro eternamente desfigurado en aquella mueca horrible y apuntándole con el dedo. El hombre gritó, y Daniel también lo hizo.

Incapaz de soportar aquella visión terrible, corrió lejos del hombre y la realidad se volvió a desdibujar. De pronto, se encontró corriendo de forma descuidada por un bosque de araucarias y arrayanes. Pasó varios minutos corriendo sin parar, hasta que, de pronto, tropezó con una rama.

Daniel cayó de bruces contra el suelo, pasando a golpearse la pierna con una roca antes de impactar en el suelo. Un dolor sordo le recorrió hasta la espina dorsal, nublando su mente y empapando sus ojos de lágrimas.

Sintió como la sangre brotaba caliente y empapaba su pantalón. Al arremangárselo, notó que su fíbula fracturada sobresalía del tobillo. Gritó hasta quedarse sin aire, y cegado por aquel terrible dolor, se desplomó de espaldas en el piso.

Mientras la negrura se apoderaba de su visión, pudo escuchar que unos pasos se hacían presentes desde la distancia. Un millar de pies marchaban hacia él, y todos entonaban el mismo canto:

—Únete a la marcha de los condenados...

La Marcha de los CondenadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora