La pachamama acoge todas las generaciones

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Mientras iban de camino, Mama Toya se detuvo un momento para saludar a un árbol que le tenía tanto cariño, era uno de los primeros que sembró en el árido y pedregoso cerro donde sólo crecía paja que, hasta el viento, al no encontrar aliento, con tal de no quedarse un momento, pasaba precipitadamente, dejando huellas de apresuramiento de su fugaz movimiento. En ese rincón de tierra, protegida por cerros empinados, las tradiciones legendarias cargadas de maleficencia y el temor del hombre de no querer alejarse de la ciudad para no perderse la novedad de una sociedad que consume angurriantemente el presente sin importar el mañana.Mama Toya, aquella primera vez, sembró cuarenta árboles y arbustos. Fue precisamente uno de ellos por quien se detuvo para galantear miradas que, como si fuera una prueba de perseverancia en la paciencia, desde que era pequeño, cuidaba de manera singular para que no se muriera sino creciera en el mismo lugar para descartar los prejuicios de la sociedad que decía que en aquel lugar nunca crecería nada, como si fuera un terreno maldito, ocupado por el diablo. Aquel árbol, cuando todavía era pequeño, tendía a marchitarse a cada momento, parecía que la planta no quería echar raíces sobre la tierra baldía o también parecía que era la tierra quien se resistía a producir su energía de vida.Mama Toya se encargó de cuidar el tierno árbol que había sembrado aquel primer día, junto a un equipo de mujeres y varones soñadores e intrépidos. Ella, al ver que sus hojas empezaban a empalidecerse, camino a un amarillo sepulcral, nada la detenía, ni siquiera las voces de aquellos que decían que no era el lugar para sembrar.Entonces, empezaba a desafiar dicho pensar y se dedicaba a cuidar como si fuera un pájaro herido, arrojado en el suelo. Cada cierto tiempo, curaba cada parte de la tierra para asegurar su buena alimentación, esparcía el agua de vida en su contorno para que no muriera de sed, cubría con una sombra para que no lo dañara ni el sol ni el viento, acariciaba pétalo a pétalo, empezando desde los que estaban secándose y terminaba cosquilleando sus ramas frescas, queriendo arrancar carcajadas de aliento oxigenado. Por eso se recordaba, cada vez que por el lugar pasaba.La anciana encorvada, sostenida de una rama arrancada de uno de los tantos árboles del campo, inclinaba su cuerpo hacia un costado, levantaba su mirada encandilada y hacía un guiño al árbol, preguntándole cómo estaba y decía lo mucho que lo quería. El árbol de tronco engrosado, ya adulto, movía sus ramas de alegría que, hasta el rocío de sus hojas, que brillaban con el reflejo del sol, caían suavemente sobre la cabellera blanca que tenía mama Toya, como si el robusto árbol derramara sobre ella su bendición. Desde lo alto, agitaba sus ramas con el viento matutino hasta acercarse a ella con el susurro de su aliento y el suave perfume de sus hojas para dar gracias por todo lo que hacía desde su vegetal infancia.Mientras mama Toya conversaba con los demás árboles, a quienes consideraba sus hijos, mama Dina, otra mujer octogenaria, también hablaba con sus engreídos. Cada quien tenía sus engreídos.—¿Cómo estás hijo? —preguntó mama Dina que, a pesar de tener los años encima, hablaba con ternura como si los arbustos fueran seres humanos.—Contento de verte —respondió el quinual que, en medio del bosque, expresaba su forma libre y espontánea de ser.Las ramas del quinual se entretejían en su tronco para luego dispersarse espontáneamente por donde querían y, a medida que se alzaban en lo alto, extendían libremente sus ramillas sin perder su eje, desde el inicio del tronco inferior que lo sostenía hasta la parte más alta de sus ramas en el que formaban ramilletes de sombras con sus copiosas hojas. Se trataba de aquellos arbustos inquietos que preferían crecer enroscados, curvados y descoyuntados para formar una especie de paraguas que al hombre su sombra daba, su aroma agradaba y su aliento vida daba. Mama Dina, iba acompañada de su esposo Filólogo y su nieto Edson. Edson era un niño que desde los cuatro años caminaba tras las huellas de su abuela que para no aburrirse de la vida jugaba con todo lo que encontraba en el campo, ayudando a remover la tierra en la medida de sus posibilidades, sacando piedras pequeñas del hueco que hacían los abuelos para luego acumular en un mismo lugar; además, echaba agua con un recipiente de botella de plástico reciclado que la abuela encontraba tirado en la basura y reutilizaba como regaderas. Edson se divertía con las cosas que hacía en el campo que poco a poco fue explorando hasta encontrar sentido de lo que hacía. Inquieto, interrumpió la conversación de la abuela y preguntó: —¿Por qué sus ramas crecen torcidas?  —Esa es su naturaleza —respondió mama Dina—. No todos tiene que crecer de la misma manera. Algunos como como aquél pino —indicó al árbol que crecía a una cuadra de distancia— crece erguido hacia lo alto y terminan en punta y diminutas ramas; en cambio, este árbol —indicando el quinual— es al contrario porque las terminaciones de las puntas son las que se extienden en lo alto y se distribuyen holgadamente por todo lugar, asegurando que ninguna rama se pueda atropellar; vistiendo así el panorama como un hermoso lugar donde se pueda pasar momentos agradables que hasta el alma busca renovar el suave respirar —comparó.—Me gustan como crecen —Edson dijo contento que en la medida que iba hablando, agarraba cada corteza fina del arbusto como si fueran capas de cebolla que por el color dorado brillaban como tesoros de la naturaleza.—No los maltrates —interrumpió la abuela—. Cuida de ellos que son tus hermanitos —le expresó con voz tierna.—¿Por qué dices que son mis hermanitos? —Edson, frunció el ceño y preguntó.41—Porque tienen vida como tú —respondió mama Dina.—Está bien —. En su breve respuesta, Edson validó que fuera así como todo niño que buscaba tener nuevos aprendizajes las incorporaba en su memoria. Lo que dijo la abuela, creyó y como huellas imborrables, quedó.—Este arbusto y los que encuentres por el mundo son tus hermanitos —le habló con tanta ternura queriendo que sus consejos quedaran impregnados para toda la vida.—Ahhhh —asintió dudoso porque veía que no se parecía a él.Exploró las similitudes que tenía con su hermanito arbolito. Se detuvo a mirar sus propios brazos y luego las ramas del arbusto, sin encontrar una semejanza convincente; luego, se tocó las piernas y levantando los ojos observaba detenidamente el tronco del arbusto, se tocaba las orejas y luego trasladaba sus manos sobre las hojas que colgaban hacia abajo. Así, con cada parte de su cuerpo.Mama Dina, al ver que su nieto no quedaba convencido le animó:—Hoy tienes que cuidar de ellos para que mañana ellos cuiden de ti —dijo tocando las ramas serpenteantes y contorsionadas del quinual.Mama Toya, invitó a continuar el camino hasta llegar al lugar donde tenían que sembrar.Llegando al lugar, animó con sus palabras a mantenerse fuertes, desde el principio hasta el final de la jornada, como buenos soldados del planeta. Dijo también que, si alguno se retrasaba, los demás debían estar dispuestos de ayudar a terminar el trabajo. No se trataba de una competencia sino de un trabajo en equipo, no se trataba de terminar primero sino juntos, no se trataba de imponer la fuerza sino de demostrar la fraternidad y solidaridad.

Proyecto de libro: Mama ToyaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora