A tiempo y destiempo

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Era el domingo 15 de marzo de 2020, de un momento a otro, el presidente del Perú, declaró el país en emergencia y cuarentena obligatoria, debido a la aparición de una enfermedad infecciosa, causada por el virus SARS-CoV-2, conocida como el coronavirus (COVID-19), que afectó gravemente el sistema respiratorio, hasta ocasionar la muerte de las personas. No se vio llegar. Los hospitales, de la noche a la mañana, colapsaron en la atención y, peor aún, no existía vacuna alguna que controlara la rápida propagación. La crisis sanitaria, alarmante en el mundo entero, hizo que la Organización Mundial de la Salud declare la emergencia. En el inicio, el anuncio hecho por el gobierno peruano fue por dos semanas y sorpresivamente las semanas siguientes se prolongaron. Era el momento de confinamiento donde la gente no debía salir de casa bajo pena de arresto. Esta orden fue acatada con gusto, por tratarse de una pausa merecida ante el ritmo acelerado y frenético de la vida. La sorpresa fue que, a los pocos días, la gente comenzó a sentirse angustiada por la situación, al punto de llegar al borde del pánico. Entonces, nos dimos cuenta que no estábamos preparados para afrontar la situación. Ante esta encrucijada emocional, que ni siquiera se había cumplido una semana de confinamiento y aislamiento social, muchas personas, al no soportar dicho encierro, empezaron a desesperarse y decidieron salir de sus casas y volver a sus actividades cotidianas, desafiando el peligro de contagiarse con el virus que se encontraba en el aire y podía entrar en los pulmones a través de la respiración; más todavía en lugares cerrados y de concentración masiva. Hasta el saludo había dejado de ser efusivo.Habiendo transcurrido los cinco primeros días de la emergencia sanitaria, mama Toya y los guardianes del planeta, con quienes había sembrado esperanza en el campo, comentaron entre ellos, vía telefónica y las escapadas al campo, la posibilidad de volver a trabajar porque no aguantaban ni un día más, encerrados en casa por cuatro paredes; y, contra la opinión de sus familiares, decidieron volver a trabajar al campo, a partir del día sábado 21 de marzo. La decisión estaba tomada.Yolanda, hija de mama Toya, que en un principio se rehusaba volver a trabajar al campo, prefiriendo respaldar la buena intención de acatar órdenes dadas por las autoridades y la salvaguarda de sus vidas, terminó cediendo la decisión hecha por mama Toya y compañía, pero, con ciertas condiciones. —Señoras, no pueden ir al campo porque todavía estamos en confinamiento y corren el peligro de contagiarse —reclamó.—¡No puedo quedarme en casa un día más! ¡Me estoy enfermando! —respondió mama Timotea Moreno.—Lo sé, pero, arriesgas tu salud; y, en caso extremo, tu vida —Yolanda se rehusó.—¡Si muero, me moriré pues! ¡Total, a quién le haré falta! —dijo exaltada mama Timotea. Era una reacción propia de la desesperación, fruto de los apenas cuatro días de encierro voluntario que terminó siendo involuntario para las emociones, al punto de ser somatizado en el cuerpo que llevó al extremo de dejar postrado en cama a cualquiera, sin saber exactamente por qué. Tal es el caso de mama Toya, Timotea, Dominica y Antonio que se hicieron la prueba de descarte de COVID-19 y salieron negativo. No era el cuerpo quien se sentía afectado sino el alma.Continuó la controversia. —Cómo vas a decir eso, si más bien me estoy preocupado por tu salud y por tu vida. Acaso no has visto en la noticia de la cantidad de gente que está muriendo, otros en hospitales y otros, en el peor de los casos, al no encontrar cama en el hospital, ¡se quedan en casa! —Yolanda justificó.No había terminado de hablar Yolanda y fue interrumpida.—Yo también trabajaré con Toya y Timotea —Dijo mama Dominica Echenique que se unió a la causa—. Todavía quiero vivir y si tengo que morir, moriré haciendo lo que me gusta en el campo y no en el hospital ni por la desesperación de estar encerrada por cuatro paredes —sentenció.Era necesario escuchar una voz masculina. Hasta que don Antonio Cruz, un anciano calmado, pidió la palabra que a duras penas le concedieron porque sospechaban lo que iba a decir:—Entiendo que están desesperadas, pero, debemos escuchar a Yolanda. ¡Se trata de nuestra salud! ¡No sean tercas y esperemos una semana más! —les regañó, pensando que todo iba a terminar dentro de una semana, cuando más bien la situación se prolongó por varios meses.Es que Yolanda, además de ser la hija de mama Toya y la presidenta del Comité Conservacionista de Villa el Sol, tenía la responsabilidad de proteger la integridad de los soldados de la madre tierra.Después de una prolongada conversación, concertaron, llegando a buenos acuerdos.Al día siguiente, salieron a trabajar muy temprano, como de costumbre. Muy responsables las mujeres, acompañados por los varones poco convencidos, pero bastante solidarios, retomaron el ritmo de trabajo, teniendo en cuenta las recomendaciones hechas como el distanciamiento, el uso de la mascarilla, uso exclusivo de los cubiertos y menajes, etc.La policía y el serenazgo, encargados de resguardar el orden y cumplimiento de la ley de confinamiento, rondaban el lugar para asegurar de que los jóvenes no estuvieran reunidos, habiendo escapado de la ciudad, para beber licor a escondidas. Eran las once de la mañana, la policía y serenazgo encontraron a los valientes soldados del planeta que sudorosos trabajaban la tierra en medio del sol candente. Esa era su medicina y estaban empezando a sanar las enfermedades emocionales del alma como la tristeza, la pena, el pánico, etc.Los policías, al ver que trabajaban responsablemente, sólo se limitaron a dar recomendaciones. Algunos serenos, al verlos trabajar, se contagiaron y bajando del vehículo se pusieron a sembrar, junto con los soldados del planeta. Pasaron los días y los soldados del planeta milagrosamente recobraron la estabilidad emocional. Inclusive, mama Toya, que se había quedado dos días en cama, afectada por la depresión, motivo que le llevó a tomar la decisión de trabajar, volvió a sonreír, junto con las otras mujeres. Los vecinos, habiéndose enterado del trabajo del campo, estando aburridos en casa y sin poder salir a trabajar, decidieron unirse a la causa. Ya no eran ocho ni diez sino veinte, treinta y hasta cuarenta los que se sintieron contagiados que, al termino la jornada y sentir que el trabajo era duro y rudo, declinaron volver al campo; pero, se fueron contentos con la alegría de haber sembrado vida en el presente y aportado, con un granito de arena, la sostenibilidad de un planeta sano y saludable por un mañana mejor.Esos días, la televisión informaba, a través de imágenes, que los animales que vivían prófugos, empezaron a salir del anonimato y caminar tranquilamente por las costas de mares, orillas de los ríos, los caminos del campo y la ciudad. La gente se sorprendía y aplaudía esta buena noticia, aunque esperaba otra noticia como la aparición de una vacuna que sostuviera la esperanza de la humanidad. Otra de las buenas noticias también fue la reducción de los gases de efecto invernadero en el ambiente, debido al confinamiento, tiempo en el que el tránsito vehicular también fue paralizado. Las organizaciones científicas, encargadas de medir el aire, anunciaron entusiasmados que, si todos trabajáramos por la mitigación y adaptación del ambiente, todo mejoraría. Esto fue compartido en casa de mama Toya, entre sus hijas. De lo que ella respondió, con la sabiduría que caracterizaba su edad:—Eso quiere decir que otro modo de vivir en el planeta es posible. Lo único que falta es tener ganas de cambiar el mundo; así nuestros nietos y los hijos de nuestros nietos disfrutarán de un planeta seguro para todos.

Proyecto de libro: Mama ToyaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora