De la aridez a la prosperidad

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Después de haberse puesto de acuerdo sobre la cantidad de plantas y tramos que se tenía que sembrar el día, el equipo de personas, dispuestas a transformar el presente que vivían, atados a sus costumbres de un pasado decrépito y conformista, emprendieron la siembra del campo pedregoso que algún momento de la historia habría estado poblada de vegetación; pero, el caso es que la situación se había agravado por la contaminación de gases de efecto invernadero que un complejo metalúrgico, a pocos kilómetros de distancia, emitía al ambiente, sin control alguno, y por los efectos del cambio climático que ya se estaban desencadenando. Con sus acciones, mama Toya y el Comité Conservacionista, abrieron caminos diferentes al único camino que se pensaba que había, rompieron pensamientos fatalistas de no poder hacer nada, desmitificaron utopías de que el terreno no era el más apropiado y construir nuevas realidades en las que se escucharían nuevos vientos, crear paisajes diferentes, sentir otros perfumes, tocar realidades innovadoras, volver a conectar con el abrazo tierno del hombre con la pachamama.Con el propósito de extender vida en abundancia en el campo, caminaban y a su paso dejaban huellas de esperanza en medio de plataformas de tierra, sostenidas por piedras como si fueran andenes para sembrar el quinual, el colle y el ceticio, principalmente. Las escalinatas que habían formado poco a poco se convertían en parte integrante del paisaje; y, en los lugares planos sembraban el sediento pino y ciprés que en tiempo de invierno aprovechaban su crecimiento rápido. No solamente eran artesanos que con las manos que sembraban vidas sino también pintaban sobre la tierra cuadros paisajistas naturales que embellecían el paisaje accidentado, especialmente en los lugares donde se daba con la unión de los cerros alto andinos. No era la intención modificar los cerros sino adaptarse a la accidentalidad de los terrenos y desde esta realidad crear una reserva paisajista. No eran agrónomos ni ingenieros, más bien eran guardianes de la madre tierra. Aquel día, el equipo estuvo conformado por Victoria Trujillo, más conocida como mama Toya, que el 29 de diciembre de mil novecientos ochenta y siete, fecha en el que empezó la gran aventura, tenía sesenta y cinco años de edad, le acompañaba su hija Yolanda, los sexagenarios Alejandrina Marcelo, más conocida cono Dina, y esposo Filólogo Ordóñez, Timotea Moreno y Antonio Cruz, Cipriana Orosco y esposo Zenobio Cruz, Dominica Echenique y esposo Juan Mallqui, Valentina Nieto y Justina Ñaupa; además, estuvieron acompañados por jóvenes como Ulises Camargo, Abel Ramos, los hermanos Pablo y Janeth López; y también estuvieron acompañados por niños que era los hijos y los nietos. Aquel día, sacaron del vivero, en total, cien plantas para ser plantadas en un solo día, cada uno de acuerdo a su capacidad. Fueron colocados en un lugar estratégico donde todos podían agarrar y luego plantar en forma simétrica en la villa, donde cada vez más el sol resplandecía con su alegría de ver producir y fructificar la madre naturaleza. Tenían dos viveros. Uno estaba dentro del parque ecológico y otro a dos cuadras del parque del anexo de Villa el Sol. En esta oportunidad trasladaron aquél que estaba más cerca de ellos. Cada uno ponía en su manta cinco plantas de quinual que estaban abrigadas dentro de una bolsa de color negro, preparado con tierra negra, hojas secas que habían caído de los mismos arbustos, guano de los animales de carnero y cuy que ellos mismos criaban.Al momento de sembrar, se concentraban en el trabajo que conversaban con las plantas, expresándoles su cariño y esperanza. En sus conversaciones, hacían la promesa de cuidar de cada una de ellas y no dejarían que ninguno muera; a cambio, le pedían que crecieran generosamente para después regalar oxígeno al planeta, que tanto necesitaba ante tanta contaminación. Hablaban con cada planta que se sentían escuchadas, tanto así que, en quince días las plantas ya estaban adaptadas al ambiente y empezaban a anclar sus raíces en la tierra.A la distancia, cada uno de los guardianes del planeta se veían como unas cuantas hormiguitas que poco o nada podían cambiar el escenario accidentado de la naturaleza, pero, de cerca se observaba el entusiasmo de los trabajadores que fecundaban la tierra, entre risas y alegrías. Tenían las manos encallecidas y surcadas por el contacto directo con la tierra, como si de ella hubiesen salido y como si a ella regresaran. En los días de descanso, especialmente en la estación marcada por el verano andino, donde el frío no dejaba de ser anodino, llevaban en las palmas de sus manos, huellas indelebles de un trabajo generoso y amoroso en favor de la pachamama. La vestimenta de trabajo que se solía utilizar en el campo, típica de campesino, estaba impregnada de tierra que, a diferencia de un hombre acaudalo con vida licenciosa, parecían mendigos de milagros, rogando a la pachamama fruto y prosperidad de la tierra. El sombrero de ala ancha que cubría su cabeza de los pujantes rayos del sol se sobreponía como una capa protectora de su noble presencia.Sembraban noticias de esperanza, con el sudor de su frente, por un mañana mejor.—Mantengo vivo el recuerdo de aquel día en el que decidimos asumir el reto de nuestras vidas —dijo mama Toya.—¡Todavía recuerdas mama Toya! —Juan Mallqui exclamó, e inmediatamente lanzaba ecos de carcajadas.El reto de la historia se convertía en un reto de la memoria para aquellos que, a través de los años, trabajaban el planeta por dejarnos un mundo mejor para todos.—Claro pues —Mama Toya, respondió con parsimoniosa voz —estaré vieja y arrugada pero mi corazón mantiene la ternura de un niño y mi mente la sagacidad de un joven —frunció el ceño. —Así somos los viejos, aunque la gente piensa que somos el ocaso de la vida, nuestra memoria y nuestras voces están repletos de esperanza —Juan complementó.—Recuerdo perfectamente el veintinueve de diciembre de mil novecientos ochenta y siete. Fecha que empezamos esta aventura y hasta el momento no hemos doblegado. Existieron momentos en los que quisimos desertar como si fuéramos soldados caídos por la guerra del desánimo, cansancio, críticas e ingratitud, mas nunca nos dimos por vencidos, más bien nos volvimos a levantar para continuar este trajinar —recordó.—Han pasado tantos años y pareciera que fuera ayer —don Juan, después de decir palabras complacientes, se quitó el sombrero, infló el pecho, levantó la cabeza y suspiró orgullosamente.El ambiente había cambiado totalmente por la abundante vegetación, que habían sembrado día a día, mes a mes, año por año; contemplaba los arbustos a su alrededor y se sorprendía de aquella realidad que algún momento la gente pensaba que era una utopía. En medio de la conversación, Ulises Camargo, uno de tantos jóvenes que se unieron a la causa, intervino diciendo:—Yo, en este momento estaría en la comodidad de mi humilde casa o caminando por la ciudad con mis amigos, matando el tiempo y pasándola bien; mas ahora, estoy con ustedes porque es mejor sembrar esperanza que vagar en la pereza —compartió la decisión de ensuciar sus manos con la tierra, sudar el cansancio del trabajo y soportar las inclemencias del tiempo.Ulises, no se entristeció por lo que no tenía ni por lo que hubiese podido tener sino más bien se alegraba por lo que había hecho en el campo al sembrar árboles y arbustos que dan vida. Había sembrado uno de los mejores tesoros que alimenta la vida del presente y el futuro: oxígeno.Yolanda, al escuchar las palabras valientes y decididas de Ulises, fortaleció sus ánimos diciendo:—Mira cómo te sonríen las flores del ceticio, cómo te susurran el aliento del pino y el ciprés, cómo te refrescan las sombras de los quinuales y los colles —dijo inspirada en los frutos del campo que habían sembrado—. Ellos te reconocen en cada pisada y te agradecen por todo lo que haces por ellos. Era cerca del mediodía. Estaban cansados. El sol estaba en el punto central del meridiano. Cada uno había plantado más de cuatro plantones. Sacaron el fiambre que llevaron y almorzaron.Mama Dina, mujer piadosa y agradecida a la vida, sacó en una cuchara una porción de su comida y poniéndose de pie, se retiró a unos diez metros del lugar y echó sobre un hueco de la tierra como signo de agradecimiento con la pachamama.—Pachamama, acepta nuestra ofrenda —dijo, inclinándose ligeramente sobre el hueco que había hecho.En seguida, cada uno de los guardianes del planeta, compartió su comida con la pachamama.Era el once de noviembre del dos mil once, veinticuatro años después de haber iniciado la aventura, cuando el desierto paisajista había pasado a ser un bosque productivo con más de veinte hectáreas de población vegetal.Para crecer requería tiempo. No apareció de la noche a la mañana ni por acto de magia. Se trataba de esperar pacientemente. La esperanza, que estaba en forma germinal, empezaba a dar sus frutos en el transcurso del tiempo y espacio. Fueron las manos trabajadoras de los centinelas del planeta que ofrecieron sus vidas para que la vida sea abundante. 






Proyecto de libro: Mama ToyaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora