Capitulo 7

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Hasta la sala de espera ha entrado el violeta maluco que anuncia el amanecer. El

pesebre sigue alumbrando pero las montañas ya no se pierden en la noche. El

viejo que me acompaña duerme con la boca abierta y un hilo de babas le chorrea

por la camisa. He tenido la impresión de que yo también me he quedado

dormido por un momento, tal vez solamente unos segundos, pero fueron

suficientes para secarme la boca y dejarme la cabeza pesada. Nadie caminaba por

los pasillos.

 Al fondo, la enfermera de turno sigue profunda detrás del

mostrador. Un frío se me ha metido de pronto al cuerpo, me he arropado con mis

brazos, pensando que no venía de afuera, sino que se me había escapado de

adentro, justo en el instante en que me di cuenta de la quietud anormal que

reinaba en el hospital.

 Se murieron todos, pensé.

Pero cuando veo que ese todo» también incluye a Rosario, hago ruidos con los

pies, he tosido, he mecido mi butaca para cortar ese silencio. El viejo abrió los

ojos, se limpió las babas, me mira, pero le puede más el peso de los ojos que no le

permite salir de su sueño.

 La silla de la enfermera también chirrió.

Seguimos vivos y seguramente Rosario también. Me dieron ganas de llamar a

Emilio pero ya se me quitaron. 

 —¿No le tenés miedo a la muerte, Rosario? –le había preguntado.

 —A la mía, no –contestó—, pero sí a la de los otros. ¿Y vos?

 —Yo le tengo miedo a todo, Rosario.

No supe si se refería a las muertes que ella había causado o a las de sus seres

queridos. Porque pienso que su gordura postcrimen está más relacionada con el

miedo que con la tristeza por la pérdida. Cuando salí del shock después de

saber que Rosario mataba a sangre fría, sentí una confianza y una seguridad

inexplicables. Mi miedo a la muerte disminuyó, seguramente por andar con la

muerte misma.

 —Yo me la imagino como una puta –así me la describió—, de minifalda, tacones

rojos y manga sisa. 

—Y con ojos negros –le dije yo.

 —Como parecida a mí, ¿no cierto?

No le molestaba parecérsele, ni encarnarla. Hubo una época en que se

maquillaba la cara con una base blanca y se pintaba los labios y los ojos de negro

y en sus párpados se ponía polvo morado, como si tuviera ojeras. Se vestía de

negro, con guantes hasta los codos y del cuello se colgaba una cruz invertida. Fue

por los días en que andaba encarretada con el satanismo.

 —El diablo es un bacán –decía.

Yo le pregunté qué había pasado con María Auxiliadora, el Divino Niño y San

Judas Tadeo. Me dijo que Johnefe le había dicho que la ayuda había que buscarla

Rosario tijeraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora