Capitulo 1

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Como a Rosario le pegaron un tiro a quemarropa mientras le daban un beso,

confundió el dolor del amor con el de la muerte.

Pero salió de dudas cuando despegó los labios y vio la pistola.

-Sentí un corrientazo por todo el cuerpo. Yo pensé que era el beso... -me dijo

desfallecida camino al hospital.

-No hablés más, Rosario -Le dije, y ella apretándome la mano me pidió que no la dejara morir.

-No me quiero morir, no quiero.

Aunque yo la animaba con esperanzas, mi expresión no la engañaba. Aún

moribunda se veía hermosa, fatalmente divina se desangraba cuando la entraron

a cirugía. La velocidad de la camilla, el vaivén de la puerta y la orden estricta de

una enfermera me separaron de ella.

-Avísale a mi mamá -alcancé a oír.

Como si yo supiera dónde vivía su madre. Nadie lo sabía, ni siquiera Emilio,

que la conoció tanto y tuvo la suerte de tenerla.

Lo llamé para contarle. Se quedó tan mudo que tuve que repetirle lo que yo

mismo no creía, pero de tanto decírselo para sacarlo de su silencio, aterricé y

entendí que Rosario se moría.

-Se nos está yendo, viejo.

Lo dije como si Rosario fuera de los dos, o acaso alguna vez lo fue, así hubiera

sido en un desliz o en el permanente deseo de mis pensamientos.

-Rosario.

No me canso de repetir su nombre mientras amanece, mientras espero a que

llegue Emilio, que seguramente no vendrá, mientras espero que alguien salga del

quirófano y diga algo. Amanece más lento que nunca, veo apagarse una a una las

luces del barrio alto de donde una vez bajó Rosario.

-Mirá bien donde estoy apuntando. Allá arriba sobre la hilera de luces

amarillas, un poquito más arriba quedaba mi casa. Allá debe estar doña Rubi

rezando por mí.

Yo no vi nada, sólo su dedo estirado hacia la parte más alta de la montaña,

adornado con un anillo que nunca imaginó que tendría, y su brazo mestizo y su

olor a Rosario. Sus hombros descubiertos como casi siempre, sus camisetas

diminutas y sus senos tan erguidos como el dedo que señalaba. Ahora se está

muriendo después de tanto esquivar la muerte.

-A mí nadie me mata -dijo un día-. Soy mala hierba.

Si nadie sale es porque todavía estará viva. Ya he preguntado varias veces pero

no me dan razón, no la registramos, no hubo tiempo.

-La muchacha, la del balazo.

-Aquí casi todos vienen con un balazo- me dijo la informante.

La creíamos a prueba de balas, inmortal a pesar de que siempre vivió rodeada

de muertos. Me atacó la certeza de que algún día a todos nos tocaba, pero me

Rosario tijeraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora