Parte sin título 13

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Un poco antes de que mataran a Ferney lo vimos merodeando por el

apartamento de Rosario, pero sin atreverse a entrar. 

Parqueaba su moto como a dos cuadras y después se camuflaba en unos

arbustos más cerca del edificio, pero con todo y eso lo vimos. La primera vez

pensamos que apenas viera salir a Emilio él entraría, pero no fue así; durante los

días que siguieron se ubicó en el mismo sitio y Rosario nos contó que se quedaba

ahí hasta altas horas de la noche. 


 —¿Y por qué no bajás a ver qué quiere? –le sugerimos. 

—¿Y por qué? –dijo ella—. Si me necesita que suba. 

 —Eso está muy raro –dijo Emilio.

Después decidió salir de los arbustos y se sentó en la acera del frente. No

supimos si se mostró al verse descubierto o era parte de alguna estrategia, el caso

es que llegaba muy de mañana, antes que Rosario se despertara –que de todas

maneras no era muy temprano que digamos—, y se quedaba hasta que ella

apagara la luz de su cuarto. Se la pasaba el día entero mirando hacia su ventana,

igual a como lo hacía en la discoteca viendo bailar a Emilio y Rosario, cuando ya

definitivamente la había perdido. 

—¿Y a ese qué le pasa? –preguntaba Emilio inquieto—. ¿Se volvió a enamorar o

qué?

Más iluso Emilio, pensé. Como si uno pudiera sacarse a Rosario del corazón y

después volver a metérsela. Una vez que uno empezaba a quererla ya la quería

para siempre, o si no ¿por qué otra razón estoy aquí en este hospital? De lo que

yo sí estaba seguro era de que sólo por amor Ferney hacía lo que hacía, porque

no existe otra razón para quedarse al sol y al agua debajo de una ventana. 

 —No me gusta. No me gusta lo que está haciendo ese tipo – insistía Emilio.

 —Pero si no está haciendo nada –dije en su defensa, movido por una

complicidad explicable. 

—Precisamente –dijo Emilio—. Eso es lo que no me gusta.

La que no se aguantó fue Rosario, ya estaba cansada de sentirse vigilada, ya se

sentía culpable por la situación de Ferney; intrigada, no entendía por qué no

subía si muchas veces lo había invitado con su mano desde la ventana, por qué le

rechazaba la comida que le mandaba con el portero, por qué si ya una vez que

estaba sola le había gritado desde arriba: ¡Subí, Ferney, no seás güevón!. Pero

él seguía impávido, como si fuera sordo y ciego y el hambre no lo tentara.

 —Voy a bajar –dijo ella al fin.

Emilio se desencajó, empezó a manotear antes que le pudiera salir alguna

palabra, y cuando le salieron más le hubiera valido no haber dicho nada. 

Rosario tijeraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora