Los Igirune

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Littia Igirune era una niña con un futuro prometedor. Luego de vencer a su padre en un duelo, salió a la aventura para encontrar el Testamento de La Muerte, el libro más influyente de las fuerzas de orden de su país, Epristán. Pero el amor pudo más que su ambición, así que abandonó su sueño —transitoriamente según ella— para casarse con Anselme Galfridd, teniente de la policía, con quien tuvo dos hijos: Yozo y Erin Igirune. A pesar del esfuerzo que supuso criar a sus hijos, siempre sostuvo que había valido la pena tenerlos. Para Littia, sus hijos eran su mundo.

—¡Yozo! ¡Niño ingrato, ¿dónde estás?! —gritó Littia al ver solo a Erin en la mesa y el plato de su hijo mayor intacto.

Yozo había cumplido hacía unos días los 9 años, pero todavía pensaba que tenía los beneficios de un cumpleañero, es decir, que su madre no sea tan estricta en todo. Así que, a pesar de ser las una de la tarde, aún no se había levantado de la cama.

—Ya intenté avisarle, pero no quiso hacerme caso —mintió Erin, de 5 años.

—Está bien, angelito, hiciste lo que pudiste —replicó su madre con melosidad.

Littia se dirigió al cuarto de Yozo con un vaso de agua en la mano. Con la que tenía desocupada destapó al niño que aún dormía insospechadamente de lo que estaba apunto de interrumpir su sueño. La madre acercó el vaso al rostro del niño y de golpe vertió todo su contenido en él, despertándolo al instante. Yozo estiró sus extremidades por todas partes, y estuvo a punto de darle un golpe a Littia, pero ella lo contuvo con su brazo.

—¿Qué piensas hacer? ¿Dormir todo el día?

—¿Podría...?

—Ni de chiste, añoro cada segundo que pasan en la escuela y la casa está en orden y armonía.

Yozo se incorporó y comenzó a estirarse.

—No tenías que ser tan mala.

—Si no vas a comer tu comida... —De pronto, la cara de Yozo se tornó más roja de lo usual— ¿Te sientes bien?

—Cansado, pero como siempre —dijo tranquilamente.

Littia se acercó a su hijo y sintió su frente, no había fiebre, pero al presionarla la tinción rojiza no desaparecía.

—Qué extraño, quizás debamos ir con tu tatarabuelo.

—Ya hemos ido como tres veces este mes, no creo que sea nada.




Littia los llevó a la escuela y después pasó al cementerio general.

—Qué irónico que aquí sea donde terminaras, abuelito. Después de todo lo que le diste a este país. —Littia cambió las flores de la tumba de su bisabuelo, Tassei Igirune—. Sé que he venido aquí seguido, pero... te necesito. Es Yozo, no parece mejorar y... me gustaría pedirte que lo sanes. —Littia comenzó a llorar—. Sé que ya no estás con nosotros, pero... tú siempre estabas dispuesto a ayudar a tu familia. Y sé que puedo confiar en ti... aunque esta sea la cuarta vez que te lo pido. —Littia agitó la cabeza, intentando echar los pensamientos negativos—. Confío en ti, abuelito. Descan...

Littia se llevó las manos al pecho e inspiró hondo. Dentro de sí sabía que le estaba pidiendo un milagro a un fallecido. Y ante lo que podía ser, incluso, una nimiedad. ¿Quién sabe? Quizás mañana Yozo amanece normal, y yo aquí preocupándome por nada, pensó.




—Señorita Igirune, señor Igirune.

—Es Galfridd, pero continúe, doctor —dijo Anselme.

Yozo, El Grande - Parte 1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora