El ascensor resulta un prodigioso artefacto de lujo que nos transporta a una dimensión donde hasta las bombillas tienen certificados de autenticidad. Grant, el guía de esta noche en su propio palacio, con semblante permanentemente enfurruñado, me conduce por el pasillo principal hasta el ingreso.
Llegamos a la puerta de su piso, la cual se abre majestuosamente como si fuera el telón de un teatro donde el lujo es la estrella principal.
Una vez dentro, sigo asombrada con este lugar.
—No deja de ser de impacto en mí el lujo del lugar donde vives, la vista, todo es maravilloso su castillo, señor Grant—le digo, seguido de un suspiro.
—Te acostumbras cuando es cosa de todos los días.
—Apuesto a que tu no tienes que acostumbrarte a ver todos los días a la cucaracha privada que es seguridad particular en la ducha.
—En toda Nueva York hay cucarachas y ratas.
—Apuesto que acá hasta las cucarachas y las ratas tienen su propio mayordomo.
—Yo no tengo mayordomo. Quizá servicio de limpieza a lo sumo.
Arroja sus cosas sobre un mueble de biblioteca y se dirige hasta un bar lateral.
El living principal del apartamento está adornado con muebles de líneas elegantes que parecen haber salido directamente de la imaginación de un decorador de ensueño. Los tonos neutros y las texturas lujosas se entrelazan en perfecta armonía, creando una atmósfera que podría inspirar suspiros de envidia incluso a los ángeles de la alta sociedad celestial.
En el centro, un sofá tan mullido que podría tentarte a tomar una siesta espontánea, se convierte en el epicentro de la comodidad y decido sentarme aquí ya que mi pierna no soporta demasiado. Cojines estratégicamente colocados invitan a sumergirse en un estado de relajación divina.
El bar donde Grant se acaba de dirigir para servirse algo que me sugiere a Whisky en un vaso con hielos es una pieza maestra en sí misma, se encuentra en una esquina estratégica del salón. La madera oscura y pulida se combina con accesorios de cristal reluciente, creando un rincón que parece extraído de un exclusivo club de Manhattan. Botellas de licores finos están dispuestas como obras de arte, con etiquetas que podrían hacer sonrojar de envidia a cualquier coleccionista y los envases vidriados tienen formas por demás sensual.
Una selección de sillones y sillas, cada uno más elegante que el anterior, rodea el bar, invitando a los afortunados visitantes a disfrutar de la experiencia completa de la alta sociedad. La iluminación, suave y estratégicamente distribuida, realza cada rincón del espacio, creando una sensación de calidez que contrasta con el mundo frío y tumultuoso de la ciudad que se extiende más allá de las ventanas las cuales me quedo observando maravillada con el mar de luces.
La vista desde su ventana es tan deslumbrante que me pregunto si hemos cruzado al set de una película de Hollywood sin notarlo. Grant, asumiendo el papel de anfitrión, se dirige directamente a la barra.
—¿Un café? —ofrece Grant.
No sé si serán los margaritas de hoy, pero la osadía me empuja a preguntarle:
—Acabas de servirte un costoso whisky que seguro vale más que toda mi deuda acumulada a lo largo de la vida, pero a mí me ofreces un café.
Un café que ha de ser más costoso que cualquiera que antes haya probado, pero ese no es el punto.
—¿Acaso piensas seguir bebiendo?—. Eleva una ceja.
—¿Vas a criticarme?
—Sí, te critico.
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Chica nueva, jefe nuevo
RomanceStephanie, la reina indiscutida en quemar palomitas de microondas, aterriza en Grant Enterprises para una entrevista con Alexander Grant, el CEO con menos expresión facial que un emoji. Lo que debería ser una entrevista seria se convierte en un duel...