daban apenas las nueve con cuarenta y ocho, la noche se iba solidificando muy apresuradamente, el tabaco frente de mi familia me daba vergüenza y los aires que transportaban la mugre citadina ya habían terminado su turno.
el aroma a tierra húmeda se impregnaba en mis zapatos y subía por la mezclilla hasta mezclarse con la batida esencia de mi loción, el día era ligero y el sol sólo quemaba la piel blanca, el aire moría por derribar aunque sea una partida empezada de conquian, pero la noche pesaba, caía como si cada estrella viniera envuelta en un costal, el cielo engrosó, dejó la sábana y la seda para convertirse en un tosco edredón que gracias a la lluvia seguía fresco y aún conciliaba el sueño de una manera prematura.
caía, de la cabeza a los pies que se posaban erróneamente sobre una esquina de la cama, mi abuelo acababa los últimos sorbos de café antes de que ellos acabarán con él, y mis ojos ya pesaban antes de las doce, no había café, ni tabaco, sólo las cenizas encendidas de una fogata ahogada, sólo los sueños despistados de un niño que sabía que aún, a pesar de los años y a pesar de la distancia, no había muerto.