EL TRATO ₁

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La camioneta de mi viejo era una maldita diva sobre ruedas, eclipsando a la mayoría de autos como putos enanos

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La camioneta de mi viejo era una maldita diva sobre ruedas, eclipsando a la mayoría de autos como putos enanos. Mientras rugía por la carretera camino a Great Falls, devoraba las donas, acompañándolas con un trago de bebida energizante que compré en una gasolinera en la que me detuve.

Durante el trayecto, la vejiga me traicionó constantemente, y tuve que hacer paradas frecuentes para liberar el torrente dorado. Quitando esos inconvenientes, todo fue bastante tranquilo.

Bueno, excepto por ese momento en el que los jodidos letreros que advierten sobre animales en la carretera por fin sirvieron de algo. Ahí estaba, una vaca de mierda plantada en medio del camino. Después de algunos pitidos, la muy cabrona decidió apartarse, permitiéndome continuar mi camino hacia la gloriosa mierda que me esperaba en Great Falls.

Entre las paradas para descargar el tanque o llenar el de la camioneta, estaba atrapado en una maraña de SMS de Beckett, que iban desde un simple «¿por dónde vas?» hasta un «¡cuándo llegues me invitas unas cervezas! Me estoy desgastando mentalmente escribiéndote estas mierdas».

Era ridículo. Recibía más atención de Beckett que de mi propia novia, algo triste de admitir, pero, joder, Lyra debería estar ocupada o alcoholizada hasta el culo, y no tendría derecho a quejarme. Sería bastante hipócrita de mi parte decir que no tenia que tomar.

Mientras respondía a sus idioteces, imaginaba su risa estúpida y su mirada burlona.

Finalmente, decidí dejar de prestarle atención al teléfono y centrarme en el maldito camino. A Beckett le dije que se fuera a la mierda, al menos en mi cabeza, y apreté el acelerador, dejando atrás su jodido acoso virtual.

Llegué a Great Falls cuando la oscuridad ya había sobre la ciudad, sus calles iluminadas por luces de neón y farolas desgastadas. Tenía la opción de buscar un lugar decente para dormir o aguantar la incomodidad de la camioneta, y mi billetera decidió por mí.

Al enviarle un mensaje a mi viejo para informarle que había llegado, la respuesta que obtuve fue tan emocionante como una puta piedra.

Un simple «ok». Mi padre y sus mensajes, tan expresivos como una patada en los cojones.

Decidí quedarme en la camioneta, una idea que pronto se volvió contra mí. Dormir era como intentar descansar sobre un colchón de rocas puntiagudas. Cada resorte me clavaba en la espalda, y el espacio reducido se sentía como en una jaula de gallinas.

El sonido de la ciudad nocturna penetraba la cabina de la camioneta: el zumbido de coches distantes, la risa ocasional de borrachos, y la música lejana de algún bar.

Después de dormir, allí estaba yo, en el culo del amanecer, dentro de la camioneta peleándome con un pantalón que, seguramente, tenía más mañas que mi viejo cuando intenta arreglar la televisión.

Después de un par de maldiciones y tirones, logré vencer al pantalón y ponerme la camisa blanca, que, sorprendentemente, no estaba tan arrugada como había imaginado. Eso sí, olía a tabaco y alcohol de la vez pasada. Mis zapatos negros, dignos de un entierro o de una fiesta de ricos, hacían ruido cada vez que caminaba sobre el suelo áspero.

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