La Madre del Año

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El resto de la comida fue tan horrible como cabía imaginar, pero la ensalada estaba buena. Después de un monólogo bastante largo del señor Jacobs, que no era capaz de masticar con la boca cerrada ni de parpadear cada cinco palabras, al fin terminaron su plato de buey y la camarera les dijo que ahora llegarían las mujeres con el café y su paja. Por suerte, el señor Jeon se levantó entonces, limpiándose la boca con la servilleta antes de tirarla sobre la mesa y atarse el botón de la americana. 

—Nos vamos —fue todo lo que dijo. 

El señor Jacobs insistió, un poco indignado y un poco decepcionado, porque no se quedaría con él a tomar el café y a la paja; pero el señor Jeon no respondió, así que comprendí que era mi turno de hacerlo. 

—El señor Jeon tiene una agenda apretada hoy, siento que no se pueda quedar a disfrutar de… de todo el menú. 

Sin más, nos fuimos y recogimos la gabardina del señor Jeon del ropero antes de salir a una calle fresca y lluviosa. Abrí el paraguas y nos quedamos esperando a Lakov en aquella avenida poco concurrida y secundaria del centro. 

—Jimin—me llamó el señor Jeon sin dejar de mirar al frente.—¿Habría alguna posibilidad de que vinieras conmigo a la orgía? 

—No —dije, como si fuera una sentencia a muerte. 

—No permitiré que nadie te toque, solo yo —insistió. 

Esta vez no me molesté ni en responder, porque aquel tema no se merecía ni un segundo más de mi tiempo. 

—Si es cuestión de dinero, sabes que no tengo problema con pagarte lo que sea.

Giré el rostro y alcé un poco la mirada hacia él. El señor Jeon parecía mucho más grande que yo, porque era más ancho de espalda, pero realmente solo era un poco más alto. Él respondió a mi mirada y pudo ver en ella lo muy ofendido y asqueado que me había hecho sentir aquella frase. Entonces aparté el rostro y no volvimos a hablar hasta que llegó Lakov, quien salió con su propio paraguas para tapar al señor Jeon y nos dedicó un saludo con una inclinación de cabeza.

Miré la agenda en el móvil y vi que había todavía una tarde de trabajo de oficina por delante. Pedí un café para mí, pero no para el señor Jeon, y continué respondiendo a mensajes antes de tener que hacer una llamada. 

En el ascensor noté una mano firme en mi espalda que, a mitad de camino, me dio un leve apretón que yo ignoré. 

—Tiene diez minutos antes de la reunión —fue todo lo que le dije antes de salir por la puerta.

Fui a mi escritorio y encendí la pantalla del ordenador para seguir trabajando aquellos diez minutos en los que me trajeron el café con una sonrisa y unas pocas palabras de conversación sobre el tiempo terrible que hacía. Yo asentí a todo y respondí educadamente. 

El señor Jeon  no iba a despedir a sus recepcionistas guapas y delgadas, pero eso ellas no lo sabían todavía y no era yo el que se lo iba a decir. Encontraba un retorcido placer en el miedo de sus ojos y en la nueva forma en la que me trataban, creyendo que yo podría tener algún impacto en aquella decisión.

Después entré en el despacho para avisar al señor Jeon y esperé con la puerta abierta mientras se ajustaba la corbata. Se puso frente a mí para que comprobara que todo fuera correcto, pero yo le señalé el pasillo con la mano. 

El señor Jeon tensó un momento la mandíbula y salió al pasillo con una expresión más seria que antes. Tras aquella reunión tuvo otra con el departamento de Recursos Humanos con los nuevos planes de contratación que el señor Jeon había aceptado. Cambiarían tan solo a dos de las recepcionistas por mujeres de color, pero mujeres delgadas y guapas; y fomentarían un mejor ambiente empresarial. 

El AsistenteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora