En muchos lugares los edificios estaban completamente en ruinas y la capa de hielo profundamente hendida por varias causas geológicas. En otros la piedra estaba desgastada hasta el mismo nivel de la superficie helada. Una amplia franja, que se extendía desde el interior de la meseta hasta una hoz situada en las laderas de las estribaciones, como a una milla del desfiladero que habíamos atravesado, estaba totalmente libre de edificaciones. Dedujimos que probablemente se trataba del cauce de algún caudaloso río que en la era Terciaria, hace millones de años, fluyó a través de la ciudad hasta caer en algún prodigioso abismo subterráneo de la gran cordillera. Desde luego, era aquella sobre todo una región de cavernas, simas y secretos soterráneos que estaban más allá de la comprensión del hombre.
Recordando lo que sentimos entonces y nuestra confusión al ver aquel monstruoso conglomerado superviviente de eras remotísimas que habíamos creído anteriores a la humanidad, únicamente me cabe maravillarme de que conserváramos una actitud semejante al equilibrio, pero así fue. Naturalmente, sabíamos que algo -la cronología, las teorías científicas o nuestra propia conciencia- andaba deplorablemente equivocado. Y, sin embargo, conservamos la serenidad suficiente para pilotar el aeroplano -y hacer cuidadosamente una serie de fotografías que quizá puedan servirnos y puedan servir al mundo para bien. En mi caso puede que me ayudaran arraigados hábitos científicos, pues por encima de todo mi desconcierto y de la sensación de peligro, dominaba la ascendente curiosidad de profundizar más en ese secreto milenario, de saber qué clase de seres habían edificado y habitado este lugar incalculablemente gigantesco y qué relación con el mundo de su época o de otros tiempos había podido tener tan excepcional concentración de vida.
Pues aquello no había podido ser una ciudad corriente. Tuvo que constituir el núcleo primordial y el centro de algún arcaico e increíble capítulo de la historia terrenal, cuyas ramificaciones exteriores, sólo vagamente recordadas en los mitos más oscuros y deformados, se habían desvanecido totalmente en medio del caos de las convulsiones terrestres, mucho antes de que cualquier raza humana conocida saliera con paso vacilante del mundo de los simios. Aquí se extendía una megalópolis paleógena, en comparación con la cual las fabulosas Atlantis y Lemuria, Commoriom y Uzuldarum, y la Olathos de la tierra de Lomar son cosas recientes de hoy, ni siquiera de ayer; era una megalópolis comparable a blasfemias prehumanas dichas susurrando, blasfemias tales como Valusia, R'lyeh, Ib en la tierra de Mnar, y la Ciudad sin Nombre de la Arabia Desierta.
Mientras volábamos sobre aquel laberinto de titánicas torres desnudas, mi imaginación escapaba en ocasiones a todo freno y vagaba sin norte por reinos de fantásticas asociaciones de ideas, llegando a tejer lazos entre este mundo perdido y algunas de mis figuraciones más insensatas acerca del vesánico horror del campamento.
El depósito de gasolina del aeroplano se había llenado sólo en parte para aligerar el peso todo lo posible, por lo que teníamos que tener cuidado en nuestra exploración. Aún así recorrimos una enorme extensión de terreno -o, mejor dicho, de aire- después de bajar planeando hasta una altura en la que el viento casi dejó de soplar. La cordillera parecía no tener límites, al igual que la aterradora ciudad de piedra que bordeaba sus laderas. Un vuelo de cincuenta millas en las dos direcciones no reveló cambio sustancial en el laberinto de rocas y edificios que surgían rasgando el eterno hielo como un cadáver. Había, sin embargo, algunas variaciones fascinantes, como lo esculpido en el cañón por el que el caudaloso río atravesara antaño las laderas para llegar al lugar en que se hundía en la tierra de la gran cordillera. Las alturas que daban entrada al cañón habían sido audazmente esculpidas hasta formar dos columnas ciclópeas, y algo tenía el desigual tallado en forma de barril que nos trajo a la memoria a Danforth y a mí semirrecuerdos extrañamente vagos, odiosos y confusos.
Vimos también varios espacios abiertos en forma de estrella, evidentemente plazas públicas, y percibimos varias ondulaciones en el terreno. Allí en donde se alzaba repentinamente una loma, ésta estaba ahuecada para construir con ella un destartalado edificio de piedra; pero había a lo menos dos excepciones. De ellas, una estaba demasiado arruinada por la erosión para permitir adivinar qué hubo en la cima del cerro, en tanto que la otra todavía ostentaba un fantástico monumento cónico tallado en la roca viva y que se asemejaba ligeramente a construcciones como la conocida Tumba de la Serpiente en el antiguo valle de Petra.
Volando tierra adentro desde las montañas, descubrimos que la ciudad no era de una anchura infinita, aunque su longitud a lo largo de las estribaciones parecía no tener fin. Al cabo de unas treinta millas, los grotescos edificios de piedra comenzaron a disminuir en número, y diez millas más allá llegamos a una desnuda planicie casi sin señales de edificio alguno. El cauce del río parecía marcado más allá de la dudad por una ancha franja hundida, en tanto que el terreno se hacía más escarpado y parecía elevarse gradualmente conforme se extendía hacia el Oeste arropado por la neblina.
Hasta entonces no habíamos efectuado ningún aterrizaje, pero abandonar la meseta sin hacer tentativa alguna de entrar en algunos de los inauditos edificios parecía inconcebible. Así que determinamos buscar algún lugar llano en las laderas cercanas a la garganta, aterrizar en él y prepararnos para hacer una exploración a pie. Aunque aquellas suaves laderas estaban cubiertas en parte por las ruinas diseminadas por ellas, pronto encontramos buen número de posibles lugares de aterrizaje. Luego de elegir el más cercano al desfiladero, pues habíamos de volar a través de la gran cordillera de regreso al campamento, a eso de las 12,30 del mediodía pudimos aterrizar en una explanada de nieve endurecida completamente libre de obstáculos y adecuada para efectuar después un despegue rápido y favorable.
No nos pareció necesario proteger el aeroplano con taludes de nieve para tan poco tiempo y en vista de la ausencia de viento en aquellas alturas; todo lo que hicimos fue asegurarnos de que los patines de aterrizaje quedaran firmemente sujetos y de que las partes vitales del aeroplano estuviesen resguardadas del frío. Para la expedición a pie descartamos las prendas de vuelo muy gruesas y forradas de pieles, y llevamos con nosotros un pequeño equipo, consistente en una brújula de bolsillo, una máquina de fotos, algunas provisiones, gruesos cuadernos y papel en abundancia, martillo y escoplo de geólogo, bolsas para las muestras de mineral, un rollo de cuerda de montañero y potentes linternas eléctricas con pilas de repuesto; llevábamos este equipo en el aeroplano por si se nos presentaba ocasión de aterrizar, tomar fotografías en tierra, hacer di-bujos y trazar planos topográficos, además de recoger muestras de rocas en algunas de las desnudas laderas o en una cueva. Por fortuna, disponíamos de papel en abundancia para romper, meter en un saco y utilizarlo como en el tradicional deporte de «la liebre y los sabuesos» con el fin de dejar señales de nuestro recorrido en cualquiera de los laberintos anteriores en los que pudiéramos adentrar-nos. Lo llevábamos para el caso de que encontráramos una serie de cuevas en las que el aire estuviera lo bastante en calma como para permitirnos emplear este rápido y sencillo método en lugar del habitual de dejar en las rocas señales hechas con un escoplo.
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En las montañas de la locura (H.P Lovecraft)
RandomEn las montañas de la locura es la memoria en primera persona de un geólogo de la Universidad de Miskatonic sobre una reciente expedición dirigida por él al continente antártico y su trágico final. El profesor superviviente narra cómo se inició la e...