Luego estaba también el asalto a la despensa, la desaparición de ciertos alimentos de primera necesidad, y las latas cómicamente apiladas y abiertas por los procedimientos y lugares más increíbles. La abundancia de fósforos esparcidos, intactos, rotos o gastados constituía otro enigma menor, así como dos o tres lonas de tienda y algunos abrigos de pieles que encontramos tirados en el suelo con cortes 'hechos, al parecer, al azar, pero que posiblemente se hicieron al tratar de adaptar unas y otros a usos difíciles de imaginar. El mal trato dado a los cuerpos humanos y caninos y la demente inhumación de los ejemplares arcaicos, encajaban con aquella aparente locura destructora. Con vistas a una eventualidad como la que estamos viviendo ahora, fotografiamos cuidadosamente todas las muestras de vesánico desorden perceptibles en el campamento; utilizaremos las reproducciones para apoyar nuestros ruegos de que no parta la proyectada expedición de Starkweather-Moore.
Lo primero que hicimos cuando encontramos los cuerpos en el cobertizo, fue fotografiar y abrir la fila de tumbas cubiertas con montículos de nieve en forma de estrella. No pudimos sino advertir la semejanza que había entre aquellos monstruosos montones de nieve, con sus conjuntos de puntos agrupados, y la descripción que nos había hecho el desgraciado Lake de los insólitos pedazos ¿e esteatita verdosa, y cuando encontramos algunos de estos pedazos en el gran montón de minerales, advertimos que la semejanza era, efectivamente, muy grande. He de decir claramente que toda aquella configuración recordaba abominablemente la cabeza en forma de estrella de aquellos seres arcaicos y todos estuvimos de acuerdo en que esta semejanza debió de ejercer una poderosa influencia en la mente de los hombres de Lake, hipersensibilizados por el cansancio.
Porque la locura -centrada en Gedney como único posible superviviente- fue la explicación espontáneamente adoptada por todos, al menos en cuanto a lo que se expresó verbalmente, aunque no incurriré en la ingenuidad de negar que cada uno de nosotros probablemente abrigaba las más descabelladas explicaciones que la cordura nos impidió formular. Sherman, Pabodie y McTighe realizaron aquella tarde un largo vuelo sobre el territorio de los alrededores y escudriñaron el horizonte con prismáticos en busca de Gedney y de los varios seres desaparecidos, pero nada se pudo averiguar. El trío explorador informó que la cordillera se extendía interminablemente hacia la derecha y hacia la izquierda sin disminuir de altura ni mostrar cambio esencial de la estructura. En algunos de los picos, sin embargo, las formaciones de cubos y bastiones eran más claras y acusadas, y presentaban semejanzas doblemente fantásticas con las ruinas de las tierras altas de Asia pintadas por Roerich. La distribución de las crípticas bocas de cueva en las negras cimas desprovistas de nieve parecía más o menos regular hasta donde la vista podía alcanzar.
A pesar de todos los horrores presentes, conservamos celo científico y curiosidad suficientes como para preguntarnos acerca de las regiones desconocidas que se hallarían al otro lado de las misteriosas montañas. Como dijimos en nuestros partes, siempre cautelosos, descansamos a medianoche, después de un día de espanto y desconcierto, mas no sin antes pergeñar un plan provisional para sobrevolar una o varias veces más la cordillera con un aeroplano poco cargado, máquina de fotografías aéreas y equipo de geología, a partir de la mañana siguiente. Se decidió que Danforth y yo hiciéramos la primera tentativa, y con el propósito de despegar temprano nos levantamos a las siete, pero el fuerte viento, mencionado en nuestro sucinto boletín para el mundo exterior, retrasó la partida hasta casi las nueve.
Ya he repetido el relato no comprometedor que hicimos a los hombres del campamento y que retransmitimos al exterior a nuestro regreso, dieciséis horas después de nuestra partida. Ahora me incumbe el tremendo deber de ampliar ese informe rellenando los vacíos que he callado por piedad con insinuaciones de lo que verdaderamente vimos en el oculto mundo ultramontano, insinua-ciones de las revelaciones que finalmente han conducido a Danforth a una crisis nerviosa. Quisiera que él añadiera unas palabras sinceras acerca de lo que cree que él solamente vio -aunque se trata probablemente de una figuración provocada por los nervios- y que fue tal vez la gota que colmó el vaso dejándole en el estado en que se encuentra, pero se muestra firme en contra de eso. Lo único que puedo hacer es repetir sus incoherentes susurros Posteriores acerca de lo que le llevó a prorrumpir en gritos mientras el avión regresaba por el desfiladero azotado por el ventarrón después de la impresión verdadera y tangible que compartí con él. No diré más. Si las claras señales que haya en lo que revele de remotos horrores supervivientes no bastan para impedir que otros se adentren en la Antártida interior -o al menos para que no curioseen demasiado profundamente bajo la superficie de ese supremo yermo de prohibidos arcanos y desolación inhumana maldita durante eones-, la responsabilidad de males indecibles y tal vez incalculables no será mía.
Danforth y yo, al estudiar las notas tomadas por Pabodie en su vuelo de la tarde y hacer algunas comprobaciones con el sextante, habíamos calculado que el paso más bajo que ofrecía la cordillera se encontraba a nuestra derecha, a la vista del campamento y a una altura de veintitrés o veinticuatro mil pies sobre el nivel del mar. Partimos, pues, rumbo a ese lugar en el aligerado aeroplano a iniciar nuestra expedición de descubrimiento El campamento, situado en unas estribaciones que se alzaban sobre una elevada meseta continental, se hallaba a una altura de alrededor de unos doce mil pies; por tanto, lo que necesitábamos subir no era tanto como a primera vista pudiera parecer. No obstante, a medida que ganábamos altura nos dimos cuenta de que el aire se enrarecía, pues, a causa de las condiciones de visibilidad, tuvimos que dejar abiertas las ventanillas de la carlinga. Naturalmente, llevábamos puestas las pieles de mayor abrigo.
A medida que nos aproximábamos a las adustas cumbres, que se elevaban oscuras y siniestras por encima de la nieve hendida por los desfiladeros y los glaciares que rellenaban las quebradas, fuimos percibiendo más y más de aquellas formaciones extrañamente regulares que se adherían a las laderas y volvimos a pensar en las estrambóticas pinturas asiáticas de Nicholas Roerich. Los antiquísimos estratos rocosos erosionados por los vientos confirmaron plenamente todos los boletines de Lake, y vinieron a demostrar que aquellos picos se habían alzado allí exactamente del mismo modo desde eras sorprendentemente tempranas de la historia de la Tierra, quizá durante más de cincuenta millones de años. Sería yana ocupación tratar de calcular a qué altura llegaron, pero cuanto se percibía en tan extraña región hacia pensar en oscuras influencias atmosféricas contrarias a las mudanzas y calculadas para dilatar 'los usuales procesos climáticos de desintegración de las rocas.
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En las montañas de la locura (H.P Lovecraft)
AcakEn las montañas de la locura es la memoria en primera persona de un geólogo de la Universidad de Miskatonic sobre una reciente expedición dirigida por él al continente antártico y su trágico final. El profesor superviviente narra cómo se inició la e...