He dicho que el estudio de los relieves más decadentes nos indujo a cambiar de objetivo inmediato. Me refiero, naturalmente, a los caminos, abiertos en la roca viva a golpes de escoplo, que conducían al oscuro mundo interior, cuya existencia desconocíamos antes y que ahora deseábamos vehementemente descubrir y explorar. De la escala de las esculturas talladas dedujimos que bajando una pendiente como de una milla por cualquiera de los dos túneles contiguos llegaríamos al borde de los sombríos y vertiginosos acantilados que rodeaban el gran abismo, acantilados recorridos por senderos mejorados por los Primordiales y que conducían a la orilla rocosa del oculto y tenebroso océano. Contemplar aquella inmensa caverna y percibir su realidad era una tentación que parecía imposible resistir una vez conocida su existencia, aunque comprendíamos que debíamos emprender la exploración sin tardanza si queríamos llevarla a cabo en aquel viaje.
Eran las 8 de la noche y no teníamos bastantes pilas de repuesto para poder tener encendidas las linternas todo el tiempo. Fueron tan minuciosos los estudios y dibujos que hicimos por debajo del nivel glacial, que las habíamos tenido encendidas durante casi cinco horas seguidas, y a pesar de la fórmula especial de las pilas secas, no durarían mucho más de cuatro horas, aunque si manteníamos apagada una de las linternas, excepto cuando encontráramos algo de singular interés o llegáramos a un paso especialmente difícil, tal vez consiguiéramos un margen de seguridad superior a ese limite. Seria insensato quedarse sin lugar en aquellas ciclópeas catacumbas, por lo que, si queríamos llegar hasta el abismo, debíamos renunciar a' descifrar más bajorrelieves murales. Claro está que teníamos intención de volver al lugar y permanecer en él durante días o quizá semanas entregados a estudiarlo intensamente y a fotografiarlo, pues ya hacía mucho que la curiosidad había sustituido al horror que en un principio habíamos experimentado, pero, por el momento, teníamos que darnos prisa.
Nuestra provisión de papeles para señalar nuestro camino estaba lejos de ser inagotable, y nos resistíamos a sacrificar cuadernos de notas o de dibujo para aumentarla, pero si renunciamos a uno de ellos. Si la situación se agravaba, siempre podríamos recurrir en último extremo al sistema de dejar marcas de escoplo en las rocas. Y siempre sería posible, en caso de extraviarnos verdaderamente, el buscar una salida, por uno u otro pasadizo, guiándonos por la luz del sol si contábamos con tiempo suficiente para probar unos y otros. Y sin más dilación nos encaminamos finalmente al túnel más cercano.
Según las tallas de acuerdo con las cuales habíamos confeccionado el mapa, la boca del túnel que buscábamos no podía estar a mucho más de un cuarto de milla del lugar en que nos encontrábamos; el espacio intermedio mostraba edificios de sólido aspecto que permitirían probablemente la entrada a un nivel inferior al helado. La abertura en sí debía hallarse en la parte baja -en el ángulo más cercano a las laderas- de una vasta construcción de cinco puntas, de evidente carácter público y tal vez de uso ceremonial, que tratamos de situar basándonos en nuestra inspección aérea de las ruinas.
No recordábamos haber visto ningún edificio de esa naturaleza durante el vuelo, por lo que dedujimos que, o sus partes superiores o estaban dañadas, o había quedado totalmente destruido a causa de una gran hendidura que habíamos observado en el hielo. De ser así, el túnel estaría seguramente obstruido, por lo que tendríamos que probar suerte con el siguiente más cercano, el que quedaba a menos de una milla hacia el norte. El cauce del río nos cortaba el paso impidiéndonos entrar en este viaje por cualquiera de los túneles situados más al sur. Realmente, si los dos más cercanos estaban obstruidos, era dudoso que las pilas nos permitieran llegar al siguiente túnel del norte, que quedaba como a una milla más allá del elegido como segunda posibilidad.
Mientras nos abríamos paso en la oscuridad a través del laberinto con la ayuda de mapa y brújula atravesando salas y corredores en diferentes estados de ruina y conservación, subiendo rampas, cruzando plantas superiores y puentes, volviendo a bajar, topando con puertas obstruidas y con montones de escombros, apresurándonos después por tramos magníficamente conservados y misteriosamente inmaculados, equivocando el camino y volviendo atrás para remediar el error (eliminando en estos casos la falsa ruta que habíamos marcado con papeles) y, alguna que otra vez, llegando al fondo de un respiradero por el que se derramaba o se filtraba tenuemente la luz del día, tuvimos que pasar de largo bajorrelieves que nos tentaban a trechos con sus imágenes. Muchos de ellos narrarían seguramente relatos de enorme importancia histórica, y solamente la perspectiva de posteriores visitas nos hizo aceptar la imposibilidad de estudiarlos detenidamente. Así y todo, algunas veces acortábamos el paso y encendíamos la segunda linterna. De haber tenido más película, es seguro que nos hubiésemos detenido brevemente para sacar fotografías de algunos de los bajorrelieves, pero la idea de copiarlos quedaba fuera de lo posible.
Llego ahora nuevamente a un punto en el que la' tentación de vacilar, o de insinuar más que relatar, es muy fuerte. Mas es necesario revelar todo lo demás con el fin de desalentar otras exploraciones. Tras haber cruzado un puente a la altura del segundo piso hasta lo que parecía ser claramente el extremo de un muro en punta, y tras haber bajado a un pasadizo singularmente rico en tallas de estilo tardío, de gran elaboración decadente y al parecer rituales, habíamos llegado muy cerca del lugar donde calculábamos se hallaría la boca del túnel, cuando, poco antes de las 8,30 de la noche, el olfato joven de Danforth nos proporcionó el primer indicio de algo insólito. Si hubiésemos llevado un perro, supongo que habríamos reparado en ello antes. Al principio no pudimos decir exactamente qué fue lo que vició el aire, hasta entonces de cristalina pureza, pero al cabo de unos segundos nuestra memoria nos habló con absoluta claridad. Trataré de decirlo sin titubear. Se percibía un olor, y ese olor era vago, sutil e inequívocamente semejante al que tanta repugnancia nos causara al abrir la demente tumba de aquel horror que el desgraciado Lake había diseccionado.
Naturalmente, la revelación no fue tan clara entonces como suena ahora. Había varias explicaciones concebibles, y cuchicheamos un largo rato sin decidir nada. Pero lo importante es que no retrocedimos sin investigar más; ya que habíamos llegado tan lejos, nos resistíamos a desanimarnos, salvo que topáramos con un desastre cierto. En cualquier caso, lo que sospechábamos era demasiado fan-tástico para creerlo realmente. Tales cosas no ocurren en un mundo normal. Fue probablemente un instinto irracional lo que nos hizo apagar parcialmente la linterna (las esculturas decadentes y siniestras que gesticulaban amenazadoramente desde las opresivas paredes habían dejado de tentarnos) y avanzar de puntillas cautelosamente pasando a gatas sobre los escombros amontonados sobre el suelo, y que iban aumentando en cantidad a cada paso.
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En las montañas de la locura (H.P Lovecraft)
DiversosEn las montañas de la locura es la memoria en primera persona de un geólogo de la Universidad de Miskatonic sobre una reciente expedición dirigida por él al continente antártico y su trágico final. El profesor superviviente narra cómo se inició la e...