dos hijas?

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Simon fue abriendo los ojos lentamente. Lo agobiaba un fuerte dolor de cabeza, sentía como si cada bocanada de aire que entraba en sus pulmones era vapor, vapor muy caliente y apenas y podía sentir sus extremidades. Tenía que recorrer un largo camino si quería ser tan buen mago como científico. Pero por ahora, tenía que hacerse a la idea de que cada hechizo lo debilitaría al extremo.

Una vez que fue reponiéndose, notó que la habitación en la que se encontraba no era la misma en la que había estado viviendo, en el apartamento que estaba compartiendo con Doctora princesa. Era un hogar humilde a primera vista, sin extravagancias y reinaba el olor a ropa sucia y manzanas, algunas pudriéndose en algún cesto de basura.

Recordó poco a poco lo que había ocurrido antes de desmayarse; su llegada a la zona comercial del reino de Princesa Músculos, su uso de la magia sobre Finn y Jake, accidentalmente, y finalmente su reencuentro con la joven que había visto en Dulce reino.

¡Cierto! Esa joven… Ella era Marcy. ¿Fue real o sólo un sueño del que no debió despertar nunca? Recorrió torpemente la casa, siguiendo el inconfundible olor a un buen par de tocino quemándose hasta quedar completamente negro y los gritos de una chica en contra de la comida y todo lo que tuviera a mano.

La vio a ella, al menos su espalda, luchando contra una sartén debido a que un par de huevos se reusaban a despegarse. En otra sartén, el aceite salía disparada en todas direcciones mientras otro par de tiras de tocino tomaban un tono completamente oscuro. Marceline luchó por intentar salvarlo, pero fue en vano. En una sola mañana había quemado una semana de desayunos.

—¡Suficiente! —Exclamó, dando una patada a la cocina, causando que todas las sartenes cayeran al suelo— De acuerdo —Dijo tras unos segundos contemplando el desastre en silencio— Una última vez —Simon podía jurar que era la cuarta vez que la escuchó gritar esas palabras.

Sólo podía ver su espalda y aun así sabía que estaba completamente frustrada. Quiso decir algo, pero Dios… o Glob ¿Qué podía decirle? Sabía que podía iniciar con un "Hola", pero ¿Y luego? Le sudaban las manos y su corazón fue latiendo a mil por segundo y las ideas nacían y morían al instante en su cabeza. Era su mejor amiga, una que no veía en cien o doscientos años. Él era hábil con las palabras, podía hacerse amigo de alguien con facilidad y rara vez se quedaba sin habla. Por desgracia, esa era una de esas raras ocasiones.

Finalmente, Marceline dejó en la mesa un par de huevos, o al menos eso era lo que Simon creía que era, tres tiras de tocino, una rodaja de pan tostado y un bazo con jugo de naranja.

En ese momento Marceline pudo sentir el olor de un humano ¿Cuánto tiempo llevaba viéndola? ¿Cuánto había escuchado? Las mejillas de Marceline fueron tornándose de un color oscuro. Quería decir algunas palabras, pero era incapaz de formular palabra alguna. Se mordió el labio inferior y deseo con todas sus fuerzas poder estar en cualquier otro lugar menos ese.

Se reprendió. Era Simon quien estaba frente suyo, alguien a quien no veía en unos mil años. Mil años soñando poder estar a su lado, libre de la corona. Y aquí estaba él. Por desgracia todo lo que sabía de cocinar, esa habilidad que le encantaba a su ex, había quedado en el olvido. Agachó la cabeza, avergonzada por ese falso intento de desayuno.

Para cuando alzó la mirada, Simon ya había terminado las tiras de tocino y ahora iba por los huevos. ¿Cómo era posible que ella no hubiera sentido cuando tomó el desayuno? Marceline intentó detenerlo, pero antes de que ella hubiera podido hacer algo para evitar que su mejor amigo muriera por comer el peor desayuno jamás concebido, Simon ya había arrasado con los huevos en cuestión de segundos.

La cocina se encontraba en un completo silencio, uno muy incómodo para Marceline. Simon mostraba una sonrisa, tan sincera que Marceline dudaba que fuera verdadera. No había forma de que alguien sonriera después de comer tal crimen contra la naturaleza.

El Fin De La Maldición Donde viven las historias. Descúbrelo ahora