𝐗𝐕𝐈𝐈. 𝐋𝐨𝐬 𝐂𝐮𝐚𝐭𝐫𝐨 𝐂𝐚𝐦𝐩𝐞𝐨𝐧𝐞𝐬

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Harry permaneció sentado, consciente de que todos cuantos estaban en el Gran Comedor lo miraban. Se sentía aturdido, atontado. Debía de estar soñando. O no había oído bien.

Nadie aplaudía. Un zumbido como de abejas enfurecidas comenzaba a llenar el salón. Algunos alumnos se levantaban para ver mejor a Harry, que seguía inmóvil, sentado en su sitio.

En la mesa de los profesores, la profesora McGonagall se levantó y se acercó a Dumbledore, con el que cuchicheó impetuosamente. El profesor Dumbledore inclinaba hacia ella la cabeza, frunciendo un poco el entrecejo.

Harry se volvió hacia Bella, Ron y Hermione. Más allá de ellos, vio que todos los demás ocupantes de la larga mesa de Gryffindor lo miraban con la boca abierta.

—Yo no puse mi nombre —dijo Harry, totalmente confuso—. Ustedes lo saben.

Ron y Hermione le devolvieron la misma mirada de aturdimiento.

—Tranquilo —Bella le acarició el hombro —. Sabemos que no fuiste tú.

En la mesa de los profesores, Dumbledore se irguió e hizo un gesto afirmativo a la profesora McGonagall.

—¡Harry Potter! —llamó—. ¡Harry! ¡Levántate y ven aquí, por favor!

—Vamos —le susurró Hermione, dándole a Harry un leve empujón.

Bella quiso detenerlo y estiró la mano, pero George le tomó el brazo y negó con la cabeza cuándo ella lo miró. Harry se puso en pie, se pisó el dobladillo de la túnica y se tambaleó un poco. Avanzó por el hueco que había entre las mesas de Gryffindor y Hufflepuff. Le pareció un camino larguísimo. La mesa de los profesores no parecía hallarse más cerca aunque él caminara hacia ella, y notaba la mirada de cientos y cientos de ojos, como si cada uno de ellos fuera un reflector. El zumbido se hacía cada vez más fuerte. Después de lo que le pareció una hora, se halló delante de Dumbledore y notó las miradas de todos los profesores.

—Bueno... cruza la puerta, Harry —dijo Dumbledore, sin sonreír.

Harry pasó por la mesa de profesores. Hagrid, sentado justo en un extremo, no le guiñó un ojo, ni levantó la mano, ni hizo ninguna de sus habituales señas de saludo. Parecía completamente aturdido y, al pasar Harry, lo miró como hacían todos los demás. Harry salió del Gran Comedor y se encontró en una sala más pequeña, decorada con retratos de brujos y brujas. Delante de él, en la chimenea, crepitaba un fuego acogedor.

Cuando entró, las caras de los retratados se volvieron hacia él. Vio que una bruja con el rostro lleno de arrugas salía precipitadamente de los límites de su marco y se iba al cuadro vecino, que era el retrato de un mago con bigotes de foca. La bruja del rostro arrugado empezó a susurrarle algo al oído.

Viktor Krum, Cedric Diggory y Fleur Delacour estaban junto a la chimenea. Con sus siluetas recortadas contra las llamas, tenían un aspecto curiosamente imponente. Krum, cabizbajo y siniestro, se apoyaba en la repisa de la chimenea, ligeramente separado de los otros dos. Cedric, de pie con las manos a la espalda, observaba el fuego. Fleur Delacour lo miró cuando entró y volvió a echarse para atrás su largo pelo plateado.

—¿Qué pasa? —preguntó, creyendo que había entrado para transmitirles algún mensaje—. ¿«Quieguen» que volvamos al «comedog»?

Harry no sabía cómo explicar lo que acababa de suceder. Se quedó allí quieto, mirando a los tres campeones, sorprendido de lo altos que parecían.

Oyó detrás un ruido de pasos apresurados. Era Ludo, que entraba en la sala. Tomó del brazo a Harry y lo llevó hacia delante.

—¡Extraordinario! —susurró, apretándole el brazo—. ¡Absolutamente extraordinario! Caballeros... señorita —añadió, acercándose al fuego y dirigiéndose a los otros tres—. ¿Puedo presentarles, por increíble que parezca, al cuarto campeón del Torneo de los tres magos?

IV. El Cáliz de Fuego | La Historia de los PotterDonde viven las historias. Descúbrelo ahora