𝐗𝐗𝐕𝐈. 𝐋𝐚 𝐒𝐞𝐠𝐮𝐧𝐝𝐚 𝐏𝐫𝐮𝐞𝐛𝐚

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—¡Dijiste que ya habías descifrado el enigma! —exclamó Hermione indignada.

—¡Baja la voz! Sólo me falta... afinar un poco, ¿de acuerdo?

Ocupaban un pupitre justo al final del aula de Encantamientos. Aquel día tenían que practicar lo contrario del encantamiento convocador: el encantamiento repulsor. Debido a la posibilidad de que ocurrieran desagradables percances cuando los objetos cruzaban el aula por los aires, el profesor Flitwick había entregado a cada estudiante una pila de cojines con los que practicar, suponiendo que éstos no le harían daño a nadie aunque erraran su diana. No era una idea desacertada, pero no acababa de funcionar. La puntería de Neville, sin ir más lejos, era tan mala que no paraba de lanzar por el aula cosas mucho más pesadas: como, por ejemplo, al propio profesor Flitwick.

—Olvídense por un minuto del huevo ese, ¿quieren? —susurró Harry, mientras el profesor Flitwick, con aspecto resignado, pasaba volando por su lado e iba a aterrizar sobre un armario grande—. Lo que quiero es hablarles de Snape y Moody...

Aquella clase era el marco ideal para contar secretos, porque la gente se divertía demasiado para prestar atención a las conversaciones de otros. Durante la última media hora, en episodios susurrados, Harry les había relatado su aventura de la noche anterior con comentarios agregados de Bella.

—¿Snape dijo que Moody también había registrado su despacho? —preguntó Ron con los ojos encendidos de interés, mientras repelía un cojín con un movimiento de la varita (el almohadón se elevó en el aire y golpeó contra el sombrero de Parvati, el cual fue a parar al suelo) —. Esto... ¿crees que Moody ha venido a vigilar a Snape además de a Karkarov?

—Bueno, no sé si eso es lo que Dumbledore le pidió hacer, pero desde luego es lo que está haciendo —dijo Harry, moviendo la varita sin prestar mucha atención, de forma que el cojín se precipitó del pupitre al suelo.

—Moody dijo que si Dumbledore permitía a Snape quedarse aquí era por darle una segunda oportunidad... —agregó Bella haciendo una mueca.

—¿Qué? —exclamó Ron, sorprendido, mientras su segundo almohadón salía por el aire rotando, rebotaba en la lámpara del techo y caía pesadamente sobre la mesa de Flitwick—. Chicos... ¡a lo mejor Moody cree que fue Snape el que puso el nombre de Harry en el cáliz de fuego!

—Vamos, Ron —dijo Hermione, escéptica—, ya creímos en cierta ocasión que Snape intentaba matar a Harry, y resultó que le estaba salvando la vida, ¿recuerdas?

Mientras hablaba, repelió un cojín, que se fue volando por el aula y aterrizó en la caja a la que se suponía que estaban apuntando todos. Harry miró a Hermione, pensando... Era verdad que Snape le había salvado la vida en una ocasión, pero lo raro era que no había duda alguna de que lo odiaba. A él y a su hermana. Los odiaba tal como había odiado a su padre cuando estudiaban juntos. Le encantaba quitarles puntos a Gryffindor por su causa, y nunca había dejado escapar la ocasión de castigarlos, e incluso de sugerir que los expulsaran del colegio.

—Me da igual lo que diga Moody —siguió Hermione—. Dumbledore no es tonto. No se equivocó al confiar en Hagrid y en el profesor Lupin, aunque hay muchos que no les habrían dado trabajo; así que ¿por qué no va a tener razón también con Snape, aunque sea un poco...

—... diabólico? —se apresuró a decir Ron—. Vamos, Hermione, a ver, ¿por qué le registran el despacho todos esos buscadores de magos tenebrosos?

—¿Y por qué se hace el enfermo el señor Crouch? —preguntó a su vez Hermione—. Es un poco raro que no pueda venir al baile de Navidad pero que, cuando le apetece, se meta en el castillo en medio de la noche.

IV. El Cáliz de Fuego | La Historia de los PotterDonde viven las historias. Descúbrelo ahora