(Ⅳ) Algo realmente dulce

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-¿Qué libro buscas? -le preguntó el rubio.

Esta vez se encontraban en la biblioteca del instituto, ese día en particular había algo en Nathaniel, ella aún no sabía qué.
En una de sus tantas conversaciones de recreo le había comentado que estaba interesada en leer algo, él, quien le prestaba dedicada atención, le ofreció pasear por las estanterías en busca de ese algo.

-No sé, nada en especial, sólo buscaba algo.
-Pero, ¿alguna idea en mente?
-Drácula...
-Ah, Drácula, ¿De Bram Stoker? Creo que acá hay muchos títulos similares.
-Bueno, en realidad... -titubea, con demasiado pudor y sin poder esconder su interés.
-¿Sí?
-¿Crepúsculo está? -soltó luego de un suspiro.

Nathaniel incrédulo, la miró por un segundo, una expresión alegre iluminó su rostro, revelando la calidez de su sonrisa, como ya era costumbre cada vez que se encontraba con ella. Muy dentro de él yacía esta adoración formada con el paso del tiempo.

-Sí, vení -Sin borrar su sonrisa caminó hacía una estantería esperando ser seguido.

Luna se dio cuenta de que su estatura era perfecta para explorar los libros. Con su altura, podía alcanzar cualquier título que capturara su interés en el momento, sin necesidad de recurrir a las escaleras de la biblioteca.

-¿Por qué no me lo dijiste a la primera?
-Me daba vergüenza.
-¿El qué? -preguntaba cargándola alegremente.
-Es que es Crepúsculo.
-Sí, ya sé, ¿qué pasa con Crepúsculo?
-Nada, no pasa nada, pero me daba cosa que te rías o no sé, igual te estás riendo de mí.

Nathaniel mantuvo su sonrisa intacta, le entregó el título, negó con la cabeza haciendo que sus mechones rubios se movieran con gracia. Le dirigió su mirada miel solo a ella.

-Es que me das ternura, por eso me río -soltó con algo de timidez.

Y de repente, se callaron los dos. Luna tuvo una danza de emociones que revoloteaban en su interior. Sus mejillas, antes impávidas, ahora ardían como un fuego misterioso que ella no podía apagar. No tenía caso seguir insistiendo en que esos cachetes suyos no delataran a su interior, porque ya se habían tintado de ese rubor natural. Mientras intentaba mantener la compostura, sus ojos ansiosos se posaron finalmente en Nathaniel. Y ahí, en el silencio de los estantes, él se erguía como un destello celestial. Los rayos de sol que entraban por las ventanas acariciaban su rostro, como si la divinidad misma le hubiera tocado con sus dedos dorados. En ese instante, el rubio dejó entrever algo que ella jamás había notado antes, que hizo latir su corazón con una intensidad desconocida.
Las famosas mariposas que solo se describen en las páginas de las novelas o se despliegan en las películas, comenzaron a revolotear en su estómago.

No hubo una respuesta verbal a la confesión recién hecha. Él apoyó sus dos brazos en la estantería, uno a cada lado de los hombros de Luna. Ella estiró su cabeza; no había necesidad de palabras, ya que sus ojos hablaban un lenguaje que ambos entendían perfectamente. Como si fueran actores en una obra, se movían con la gracia de quienes conocen su papel y están listos para representarlo. El ambiente estaba impregnado de una electricidad sutil. Nathaniel consumó el encuentro acercándose lentamente hasta sus labios y uniéndose finalmente en una caricia con los suyos, cerraron los ojos para conectarse a sus sentidos más profundos. Con el pasar de los segundos, los besó. Sus labios contaban la historia que sus corazones habían estado escribiendo en secreto.


Escultura: El Beso, Auguste Rodin.

pared de cristal «nathaniel carello»Donde viven las historias. Descúbrelo ahora