Capitulo III

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—Soy afortunado de decir que hay muchos interesados en lo que podría llamar "mi primera novela".

El señor Wilde tomaba asiento frente a la mesa circular junto a la ventana, sin interrumpir el contacto visual con su compañero habitual.

—Me alegra escuchar eso. Aún no he tenido el tiempo para leerlo debido a que he estado ocupado con mis superiores, pero ya encargué algunas copias para la librería —Respondió Aziraphale.

—¿Superiores? Pensaba que la librería era solo suya.

—Oh, lo es, pero... No es mi única ocupación —Añadió, perdiendo la mirada en el líquido dentro de su taza con la esperanza de no tener que responder preguntas sobre su otro "trabajo".

Agradeció al cielo que no las hubo.

—Bien, también he escuchado algunas quejas acerca de los temas sobre los que decidí escribir, pero la verdad es que ya las veía venir.

—No puede culparlos por su mentalidad. Es muy probable que ni siquiera le den una oportunidad a la novela antes de que opinen sobre ella.

Igual que dos viudas prejuiciosas, la conversación se desvió a criticar a la sociedad europea y su poca capacidad para generar opiniones propias, dejándose llevar por lo que diga el experto más popular y repitiéndolo de boca en boca como los graznidos de los patos de una vieja granja.

—¡Por cierto! ¿Recuerda la descripción que me dio hace dos años para Dorian Gray? Funcionó de maravilla, incluso logré que imprimieran un retrato hablado del personaje en las ediciones más valiosas con las características que describió.

—¿En serio? —Los ojos de Aziraphale se posaron en el techo de la sala tratando de recordar los detalles, pero la mayoría de ellos estaban borrosos —Lamento decir que no recuerdo con exactitud.

—Oh, no importa, será una sorpresa para cuando por fin abra las cajas que lleguen a la librería. Le aseguro que le encantarán esas ediciones —Respondió el señor Wilde con una sonrisa en el rostro.

—No tengo dudas de que así será —Aseguró Aziraphale.


*****


Decidir por dónde empezar a buscar respuestas era la parte más fácil. La inquietud de sus ansiosas piernas y los pensamientos intrusivos que no le permitieron cerrar los ojos ni una sola vez en toda la madrugada llevaron a Crowley a perderse en calles de Londres en las que jamás se le habría ocurrido meterse si no estuviese obligado por la curiosidad.

El bullicio de la sociedad literaria de 1891 no era de sus ambientes favoritos. Y no es que fuera inculto o no le gustara leer, pero todos los escritores que había conocido compartían características similares que le desagradaban: muy egocéntricos o demasiado autocompasivos, intelectuales obsesionados con la política o soñadores sumergidos en sus fantasías.

Algunos solían decir "el arte es subjetivo" cada vez que las personas comunes no entendían sus obras, pero lo olvidaban cuando se trataba de criticar el trabajo de alguien más.

Regresó a la librería Hatchards esa mañana y siguiendo las pistas de unos volantes patrocinados por un club de teatro, se enteró de que una tal Lady Arabella St. John organizaría un salón literario ese mismo día.

"El escenario perfecto" pensó Crowley.

La casa era enorme, y a juzgar por la cantidad de carrozas que desfilaban frente a ella, se preguntó si la señora John sabía el significado de "salón literario" o solo quería despistar a los entrometidos. Sin otra invitación más que el uso de milagros demoníacos y algunos chasquidos, entró en el opulento salón y no necesitó más de diez minutos para sentirse abrumado por la exagerada exhibición de intelecto y egos inflados que se congregaban allí. Poetas, novelistas y dramaturgos se mezclaban, discutiendo acaloradamente sobre las últimas obras impresas de sus rivales, mientras sostenían copas de vino y degustaban bocadillos.

El retrato de Anthony J. Crowley - Aziracrow.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora