𝐄𝐱𝐭𝐫𝐚 𝐈: 𝐋𝐚 𝐨𝐭𝐫𝐚 𝐯𝐢𝐝𝐚

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Hacía tiempo que en lugar de entrenar, el joven Fílakas, ahora de unos veinte años, se limitaba a aguardar en las gradas a que el príncipe acabara de hacerlo; es decir, de derrotar a todo el que por ventura u obligación se le opusiera. Le resultaba más entretenido verlo correr de aquí para allá, asestando golpes con su espada de madera y haciendo maniobras con alguna lanza que encontrara por el campo de batalla o que le robara a su contrincante, como si no hubiera humano en la tierra o dios en el Olimpo que pudiese hacerle frente, que participar él mismo de los entrenamientos. Con razón Odigós había sido un engreído cuando era niño; no cualquiera cosechaba una habilidad tan grandiosa como aquella a temprana edad y conservaba intacta su modestia.

Fílakas suspiró al divagar sobre ello, fingiendo estar prestando atención a la batalla, cuando ante su mirada solo existía él, Odigós, el príncipe de Pilos y su compañero de armas, presentándole un espectáculo como si él fuera el propio rey. Muchas veces sucedía que lo hacía sentir de esa manera: que tenía voz y que podía usarla, que sus ratos libres le pertenecían por completo, que podía haraganear si le placía, o podían salir a recorrer el pueblo o los bosques hasta que se hiciera de noche sin preocupaciones, porque eran de los mejores guerreros del reino: jóvenes, vivaces y escurridizos, sentían que no había nada que pudiese detenerlos, aunque ya habían aprendido por las malas que no les convenía ponerse soberbios con sus habilidades.

Pero no por derrochar talento dejaban de ser los amigos más necios que alguna vez existieron.

Sucedía que Fílakas pretendía estar sumamente enfocado en los movimientos, en la técnica que empleaba el joven príncipe al atacar, defenderse y contraatacar, cuando lo cierto era que le llamaban mucho más la atención su gestos, la tensión en sus músculos, su torso descubierto, con la cadenilla de ómicron rebotándole contra el pecho, y sus piernas relucientes por el sudor. Su cabello empapado se le pegaba a la frente y él la apartaba al sacudir la cabeza; las gotitas que se desprendían de su cabello se salpicaban a su alrededor, centelleando bajo el sol. Observó su piel tostada, sus hombros anchos y su mandíbula endurecida por la rudeza del combate. Le habría costado un montón decir cuánto tiempo aproximadamente hubo durado la pelea, pero si le preguntaban cuál de las piernas de Odigós tenía los muslos más tonificados, habría dicho que la derecha sin lugar a dudas.

Pensaba que podría tratarse del sol, ya que de pronto comenzó a sentirse acalorado. Siempre que veía las presentaciones había mucho sol y siempre terminaba de la misma manera: con el cuerpo caliente y casi tan sudoroso como si él mismo hubiese estado peleando. Obviamente era el sol.

Se encontraba recostado sobre uno de sus brazos mientras miraba el panorama. La pelea había acabado. Observó a su amigo secarse la frente con el antebrazo, como si esto fuese a ayudar. «Un bobo», pensó Fílakas, y se puso de pie para ir a entregarle al chico el retazo de tela que antes tenía sobre la cintura. Agitó la mano y se la mostró. Él le sonrió.

—La estuve buscando —se excusó para no quedar como tonto.

—Claro. —Fil le arrojó el trapo para que lo atrapara.

—¿Lo hice bien?

El joven príncipe se echó el paño al hombro y comenzó a caminar en dirección a los baños. Su amigo le siguió como hacía siempre; el cabello de Odigós siempre le cubría el ojo izquierdo, por lo que Fílakas había asumido que él tomaría ese lado para abarcar el espacio que el otro no podía ver.

—Bastante —admitió—. Pero las patadas en los tobillos comienzan a aburrirme.

—Es cierto, debo innovar. —Rio, en lo que ingresaban al pabellón de aseo—. Pero dame ideas, que estoy vacío. Ya te aburriste de las llaves, de los golpes certeros en la nuca, de la estocada craneal...

𝟕𝟐 𝐡𝐨𝐫𝐚𝐬 ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora