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Se escuchaban extraños rumores en las aldeas del Sur acerca de cómo el poblado colindante al imponente mar del Norte había vuelto a estar lleno de gente, personas a las que habían dado por muertas hacía una eternidad. Así habían afirmado un par de muchachos que visitaron sus inmediaciones con la curiosidad como recadera. Del mismo modo, juraban convencidos de que aquella gran mole acuática contaba con un ente vengativo, que estuvo manteniendo su inquina de la forma más cruel y despiadada con aquella aldea.

Claro que dichas habladurías solamente llegaron como una suave brisa al Bosque de los Fresnos. Pasó el tiempo y aquella historieta del espíritu marino acabó por ser un mero recuerdo. Sin embargo, una noche, el bosque comenzó a emitir un ligero aroma que llenó de incertidumbre a la población, y es que unos árboles completamente desconocidos habían emergido de la nada. A la mañana siguiente, los recolectores fueron quiénes dieron la voz de alarma porque cada una de aquellas plantas estaban cargadas hasta los topes con extraños frutos violáceos. Antes de tomar cualquier decisión, comentaron lo sucedido con la líder de la aldea, Tila, una anciana algo encorvada pero sin lugar a dudas cargada de vitalidad.

Una vez allí, pidió a los recolectores que la acompañaran a la pequeña biblioteca en donde guardaban los escasos libros que almacenaban, resultado de algún intercambio con mercaderes o simplemente herencias familiares. No eran muy frecuentados en la aldea, salvo ocasiones como aquella. No tuvieron que indagar mucho porque uno de ellos, lleno de polvo y carcomido en parte por insectos, contenía una hoja en la que había dibujado un boceto realmente detallado. En conclusión, el árbol era perfectamente seguro y la fruta no era tóxica ni crearía ninguna reacción adversa a los pobladores en caso de consumirla. No obstante, Tila observó que el nombre de esa nueva especie arbórea no se encontraba en ninguna parte, y además, tanto los recolectores como quienes se encargaban de cazar no se habían percatado de su existencia hasta ese momento. Pasó un dedo por la carbonilla sucia que ondeaba:

— ¿Ahora qué, Tila?— preguntó un recolector. — ¿Hacemos caso al manual?

La anciana intentó decidirse en su respuesta, por lo que arrugó el ceño y tosió un par de veces. Finalmente, indicó que hicieran pruebas poco a poco para comprobar si contenía componentes dañinos. Tras muchos intentos e incluso personas que se ofrecieron voluntarias, se decretó que era inofensivo.

Los recolectores, como maestros de herbología y botánica, fueron los encargados en suministrar de forma equitativa la porción correspondiente a cada familia. Cuando la cosecha se agotó pasaron varios meses hasta que llegó la segunda, porque sí, aquellos árboles peculiares volvieron a torcer sus ramas con el peso de la fruta. Sucedió un día después de que la segunda aldea residente en el Bosque de los Fresnos (apodados por el pueblo de Tila como los Rocosos) les declararan la guerra por un absurdo tema de terrenos.

Los asuntos del Sur los arreglaban ellos mismos, nadie de otro sitio ajeno podía, ni debía meterse. Tila consultó con el jefe de los cazadores sobre la misiva recibida días antes que les dejaba clara su actuación tras haber sido avisados en diversas ocasiones acerca de ese conflicto. A pesar de haber una cantidad considerable de habitantes que se dedicaban a la caza, no llegaban ni de lejos al pequeño ejército con el que contaban sus contrincantes. Por ello, fueron llamados a filas los jóvenes de entre dieciocho a veinticinco años sin discriminar por sexo, pero intentando mantener una guía sobre sus capacidades y cómo serían útiles en cada situación.

Tila estaba ocupada día y noche, por lo que no prestó atención a aquella segunda cosecha que volvió a surgir de ninguna parte. Una vez más, se repartió entre los habitantes, dando prioridad a los muchachos y muchachas que habían sido seleccionados para el combate. No fue hasta el quinto día después de haber recibido la carta, cuando sus vecinos decidieron atacar.

La patrulla de caza fue eficaz y ágil. Los jóvenes se ciñeron a las indicaciones de su superior, y lograron apaciguar el conflicto sin consecuencias desastrosas y ninguna baja. Tila y el líder de los cazadores consideraron la operación todo un éxito, sin embargo, cuando regresaron, los chicos del campo de batalla aún mantenían las armas con fuerza entre los dedos. Tenían una mirada dura, profundamente inquietante y el pecho acelerado. Aquella sensación era generalizada. Era cierto que habían ganado, pero tan rápido como acabó el enfrentamiento, uno a uno fueron cayendo a tierra con los ojos en blanco. 

El trance de la juventud (Continuación de Historias de tabernas)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora