𝕮𝖆𝖕𝖎́𝖙𝖚𝖑𝖔 𝟗: 𝕰𝖑 𝖈𝖊𝖗𝖉𝖔 𝖓𝖊𝖈𝖊𝖘𝖎𝖙𝖆 𝖚𝖓 𝖕𝖘𝖎𝖖𝖚𝖎𝖆́𝖙𝖗𝖎𝖈𝖔

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Capítulo 9: El cerdo necesita un psiquiátrico

Estábamos llegando a los alrededores de una población de esquí

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Estábamos llegando a los alrededores de una población de esquí. El cartel rezaba. "Bienvenidos a Cloudcroft, Nuevo México".

El aire estaba frío y estaba algo enrarecido.

Los tejidos estaban todos blancos y se veían montones de nieve sucia apoyados en los márgenes de las calles. Pinos enormemente altos se asomaban al valle y arrojaban una sombra muy oscura, pese a ser un día soleado.

—Esto no me gusta —murmuré.

Sentía la piel congelada, pero me limité a abrazarme a mí misma intentando darme algo de calor propio.

Mientras íbamos caminando le terminé comentando a Percy el sueño, lo curioso es que él había soñado lo mismo pero de una perspectiva diferente.

Nos detuvimos en el centro del pueblo. Desde allí se veía casi todo: una escuela, un par de tiendas para turista y una cafetería, algunas cabañas para esquiar y una tienda de comestibles.

—Genial —dijo Thalía mirado alrededor —Ni autobuses, ni taxis, ni alquiler de coches. No tenemos salida.

—Hay una cafetería —sugirió tímidamente Aria.

—Sí —estuvo de acuerdo Zoë —Un café irá bien.

Thalía suspiró.

—Está bien, ¿qué tal si van ustedes por algo para desayunar? Percy, Kim y yo vamos por la tienda de comestibles, quizás nos digan por donde ir.

En la tienda nos enteramos de cosas interesantes de Cloudcroft, no había suficiente nieve para esquiar, había ratas de goma a un dólar la pieza, y no había ningún modo fácil de salir del pueblo si no teníamos un coche.

—Pueden pedir un taxi de Alamogordo —nos dijo le ha encargado, pero no parecía muy convencido cuando hablaba—. Queda abajo de todo, al pie de la montaña, pero tardará al menos una hora. Y les costará unos cuentos cientos de dólares.

Salimos de la tienda, esperando en el porche.

—Fantástico —refunfuñó Thalía —. Voy a recorrer la calle, a ver si alguna de estas tiendas sugieren algo más.

Cuando vi que Percy iba a empezar a reclamarle, le sujeté el brazo.

La dejó ir y permanecimos en silencio un par de minutos, hasta que rompí el silencio.

—Mi madre y Hestia nos han estado dando una mano —solté.

—¿En serio? —preguntó sorprendido.

—Así es, y te lo digo porque somos amigos, pero no le digas nada a las chicas, van a enloquecer, más sabiendo que están obviando las órdenes de Zeus.

𝕷𝖆 𝖒𝖆𝖑𝖉𝖎𝖈𝖎𝖔́𝖓 𝖉𝖊𝖑 𝖙𝖎𝖙𝖆́𝖓 | 𝕻𝕵Donde viven las historias. Descúbrelo ahora