6. Cuervo

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Las pisadas firmes eran una marcha fúnebre que descendían desde el punto más alto de la escalera. La madera crujía bajo sus pies y la sombría presencia de aquel hombre silenció todos los sonidos que ella estuvo escuchando atentamente en su ausencia: los grillos, el aleteo de los cuervos en las ramas de los árboles, el sonido de la brisa chocando contra el gran ventanal de cristal. Todo se acalló en cuanto él llegó.

Pronto el ambiente se volvió más denso. Ella se irguió lo más que pudo y unos cuantos segundos fueron suficientes para sentirse como una naufraga en medio del mar, ahogándose, cada respiración se sentía como una cubeta de agua salada infiltrándose en sus pulmones, sumando el dolor por la tensión en sus músculos rígidos.

En toda su vida, Darius jamás le ordenó con tanta urgencia que hablaran en privado. Quizás por esa razón, Eris se sentía tan diminuta e indefensa. No tenía a dónde huir, no tenía un lugar para esconderse y evitar enfrentar la mirada iracunda del cuervo de Piak.

Aquel hombre tenía un aura arrasadora capaz de ser percibida desde lejos. Cualquiera que lo conociera estaría de acuerdo en algo: era como un depredador.

Y aunque muy en el fondo Eris comprendía que no todo lo que brilla es oro y no todo lo que ensucia es lodo, todo ese talento de reconocer el peligro se desvanecía cuando se trataba de Darius.

No había razón para temerle tanto a su padre.
Pero aún así no podía evitar que su corazón se acelerara por un simple llamado de atención suyo. Algunas veces era cruel y despiadado sin necesidad de hablar.

Darius poco a poco se acercó hacia la chica que esperaba con impaciencia en aquella sala solitaria y silenciosa. Se sentó frente a ella sin decir una sola palabra aún, un suspiro sonoro y pesado se escapó de sus labios al notar la fantasmagoría en el actuar de su hija.

Una molesta espina se le clavó en el pecho.

Se pasó las manos por el cabello, dejando su prolija cabellera azabache hecha un desastre de hebras brillosas que se iluminaban con un color bermellón muy suave por la presencia de la luz rústica de los candelabros puestos estratégicamente para que no hubiera un solo rincón del salón que conociera la penumbra.

La espalda de Eris poco a poco perdió dureza hasta quedar arqueada levemente, sus manos se posaron sobre sus muslos y empezó a jugar con sus dedos esperando que aquella voz fría que conocía tan bien se dirigiera a ella.

La niña triste. Así bautizaría la imagen frente a él si la pudiera inmortalizar en un retrato, un ángel caído con una mirada carente de felicidad.

—Te he dicho muchas veces que es de mala educación no ver a las personas cuando se conversa— masculló suavemente.

Darius era un hombre conocido por ser duro y reacio. Sin embargo, todo ese poder que emanaba de su ser se reducía a la inexistencia cuando se trataba de Eris.

Pequeña y débil. Susceptible al fracaso, a la traición, al odio. Ingenua y despreocupada. Irresponsable y sin sentido común. Habían tantas fallas en Eris Garvan. Fallas que la llevaron a estar donde está, llorando y sufriendo en silencio mientras su vida se consumía sin chance a luchar contra el fuego caótico e infernal que destruye lentamente el hogar de los Garvan sin la oportunidad de dar marcha atrás.

¿Qué culpa tiene ella? ¿Cómo debe sentirse? ¿Podrá con esto sin correr riesgo?

Habían tantas preguntas que Darius se planteaba a diario sin la esperanza de responderlas.

Hablar con Eris no era algo con lo que estaba familiarizado, empezando por el hecho de que casi no estuvo presente para verla crecer o siquiera para conocer parcialmente sus gustos o intereses, Eris tampoco era muy comunicativa. De pequeña solía ser muy callada y casi nunca lloraba o hacía berrinches como los niños de su edad. Era indiferente y distante, se cohibía y buscaba la manera de escabullirse lejos de la mirada inquisitoria de aquellos que se fascinaban por su encanto innato.

Inferno || Megumi Fushiguro [En Hiatus]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora