8. Velas

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El pueblo ardía en euforia y poesía. La plaza estaba abarrotada de personas yendo y viniendo, de tenderetes y juegos, el olor de la comida caliente y rebosante le causaba un rugido de tripas que tuvo que calmar con un trago de jugo de uvas, uno muy famoso y solicitado por las supuestas maravillas medicinales que, justa y únicamente, aportaban las uvas del viñedo de Piak. Medicina o no, logró apaciguar su hambre y ganarse un lugar en su corazón como el mejor néctar que jamás haya probado. El sabor era dulce y fresco, tenía un par notas ácidas que al tragar era opacada por el característico sabor de las uvas. Toda una ambrosía.

La música se colaba en cada rincón de la plaza, al igual que la flagrante luz de las velas sostenidas por manos tersas llenas de vida. Megumi aún no comprendía del todo la finalidad de las velas. Representaban la juventud, de eso estaba seguro, solo los jóvenes y niños las cargaban consigo iluminando la plaza con pequeños destellos humeantes y amarillentos.

Él observó su vela, apagada y derretida a casi la mitad. Llevaba los nudillos salpicados con cera ahora seca, pero que en su momento le robó un par de respingos cuando el líquido caliente le goteaba en la piel. Acarició con delicadeza las pequeñas manchas rosáceas mientras aprovechaba para quitarse los parches de cera.

—Dicen que si tu vela se derrite por completo antes de la media noche es mal augurio— dos ojos brillantes y obscuros lo vieron espectantes desde abajo.

—¿Y si se apaga antes de medianoche?— repuso él agachándose para estar a su altura. La niña lo miró atentamente, feliz de haber captado su atención.

—Entonces eres un tramposo.

—¿Eso crees?— respondió él ofreciéndole una sonrisa.

—Si la apagaste a propósito, sí.

—Estaba quemándome la mano, ¿ves?

La niña alargó su cuello para ver de cerca. Ella sonrió.

—¡Entonces esa vela es mala! ¡Cómprale una vela a mi mami, ella hace las mejores!

La niña lo tomó de la mano que no estaba quemada y lo arrastró hasta un pequeño puesto. No era más que un pequeño taburete en el que se posaba una caja de madera con velas blancas y un pequeño tarro de metal con un hueco en la tapadera. La señora no pudo evitar reír antes las ocurrencias de su hija para conseguirle clientes. Megumi no tuvo de otra más de dejar la vela medio derretida en manos de la niña y comprarle otra a su madre por la módica cantidad de una moneda. Toda una ganga.

Los ojos de Megumi pronto quedaron maravillados. Habían faroles colgados sobre su cabeza, había una hilera de lucecitas coloridas yendo a todas direcciones. Se quedó pasmado viendo a bailarines ondeando su cuerpo y los músicos contagiando el alma con una jovialidad armoniosa. Las palmas hacían un eco rítmico junto con las cuerdas de las guitarras tocando acordes improvisados causantes de movimientos involuntarios de hombros y zapateados disimulados.

Todo era una explosión de sensaciones, sabores, olores e imágenes que Megumi jamás había imaginado presenciar. Era tanta extravagancia para un lugar donde la simpleza es sinónimo de belleza.

Pero ella era todo lo contrario a algo simple.

Su cabello rubio parecía las alas de una mariposa en vuelo. Revoloteando en el aire con cada giro que daba al son de las cuerdas y las palmas. El vestido blanco se ceñía con elegancia en todas sus curvas, el encaje en las mangas relucía cada vez que agitaba sus brazos con gracia pero cuando se detenía a responder a las coplas o a cantar el estribillo de las canciones toda atención se volvía a su rostro. Mejillas sonrojadas y ojos cobrizos iluminados por la luz de las velas brillando a su alrededor, y aún así, era su propio brillo el que resaltaba como el fulgor del sol en la mañana.

Inferno || Megumi Fushiguro [En Hiatus]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora