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Domingo, 11 de Julio de 1954. La Eterna.

Todos estaban contentos ese día, y aunque se podía ver desde lejos que algunas nubes grises se acercaban hacia la iglesia donde gran parte de la población estaba reunida, aquello no podía importarle menos a la familia Benz, quienes eran los protagonistas de tal ceremonia que cautivó las miradas de muchos pueblerinos.

Elena Benz, la hermana mayor de tres entre los honorables señores Benz, sonreía ampliamente en tanto salía de la iglesia, con un enorme vestido blanco y un velo largo que de a poco se arrastraba, y por supuesto, de la mano de su nuevo esposo, el joven Jeffrey Hartmann. La novia era consciente de que muchos la miraban, y no podía expresar con palabras toda la felicidad que sentía. 

Era uno de los mejores días que había tenido en su vida; estaba recién casada con el hombre de sus sueños, este tenía buena situación económica, ambos habían comprado su propia casa a la cual irían después de la ceremonia junto a ambas familias. Todo marchaba de maravilla, excepto para el pequeño Lucien Benz.

Era el hermano de en medio, contaba con tan solo cinco años recién cumplidos en junio del mismo año; era un jovencito precioso, de ojos almendrados y cabellos rojizos brillantes, resplandecientes. Vestía con ropa para tal ocasión especial. Sus mejillas sonrojadas debido al calor que sentía al tener tantas personas rodeándolo cuando intentaban hablarle a su madre, que estaba a su lado, lo tenían de mal humor.

En más de una oportunidad intentó comunicarse con ambos padres, los señores Benz, jalando de sus prendas elegantes para captar su atención, y solo recibía regaños momentáneos y falta de importancia a su pequeña persona. Y al ser un niño terco, sin la más mínima habilidad para controlar sus impulsos cuando algo lo hacía molestar, decidió alejarse de aquel lugar; de todas formas, recordaba muy bien el camino y podía volver solo a su hogar, que estaba en la otra esquina de la calle.

En su mente pasaba la idea de que, si se apresuraba lo suficiente en cambiarse y lavar su rostro, podría descansar más tiempo en la habitación que compartía con su hermano menor hasta que sus padres llegaran. Nadie se molestó en preguntarle si necesitaba ayuda, lo cual para su terrible temperamento hacía molestar en demasía, solo siguió caminando, dando pasos largos y teniendo mucho más calor que antes.

Pero justo cuando estaba a punto de llegar a su casa, antes de siquiera pisar el césped del jardín delantero, su vista se dirigió hacia su izquierda, en dirección a una calle en bajada, donde un niño de piel un poco más bronceada que la suya salía de una casa con una gran bolsa de tela colgando en su espalda, y que se veía realmente pesada. Luego, vio como ese niño corría hacia abajo en la calle, y si algo le había recordado su madre muchas veces, era que por nada del mundo debía de ir por esa calle que daba hacia el lago, y por ende, al Bosque Eterno.

No debes de ir hacia el lago por ninguna circunstancia —recordaba la primera vez que su madre le advirtió—, el agua es profunda, hay bichos y te pueden dejar marcas. Tampoco quiero que te pierdas en el bosque.

Hasta ese día, jamás se le hubiera pasado por la mente el porqué nunca había ido. Es decir, en su naturaleza estaba la rebeldía incesante, aquel instinto por conocer y comprender todo lo que sus ojos captaran, y ese fue el primer día en que se cuestionaba el motivo por el cuál no se había escapado aunque sea una sola vez para ver cómo era el lago.

Así que siguiendo los pasos de aquel otro niño desconocido, decidió abandonar su plan de quedarse en su habitación toda la tarde y corrió a una velocidad moderada. No era un niño demasiado fanático a correr, de hecho, odiaba hacerlo y sentir que se sofocaba. Odiaba el calor, odiaba sudar, odiaba el sol y odiaba correr. Pero ahí estaba Lucien, tratando de no ser visto por ese otro niño mientras trotaba, intentando no llamar demasiado la atención.

Y si pudiera amarte...Donde viven las historias. Descúbrelo ahora