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La Eterna.
Viernes, 17 de junio de 1960.

—¡Papá! ¿Podrías dejar de abrazarme? —rechistó Lucien, con las mejillas completamente coloradas del enfado.

—No, deja de ser un amargado y déjame darte un gran abrazo como te lo mereces de la persona que hizo que existieras —le dijo su padre, abriendo los brazos para volver a abrazarlo.

—Querido, no digas esas cosas —apareció la señora Benz en el umbral de la puerta, en la cocina—, déjalo tranquilo antes de que explote.

—¡Ya estoy muy grande para que me abraces! —habló, su fastidio era evidente.

—Tranquilo, esperaré con paciencia a que vengas corriendo a mis brazos solo porque un insecto se te pegó en la ropa.

—¡Yo nunca te abrazo cuando se me acerca un bicho!

Era el cumpleaños número once de Lucien, y estaba convencido de que a medida que los años pasaban, las bromas que sus padres le hacían no se le daban para nada graciosas.

Según el señor Benz, solo quería aprovechar los mejores años del ya no tan pequeño Lucien antes de que se convirtiera en una versión muchísimo más cascarrabias de sí mismo, cosa que lo fastidiaba más cuando lo decía.

Subió corriendo a su habitación antes de seguir escuchando las burlas de sus padres en la cocina. Se dirigió al espejo pegado al baño, y procuró mirar su rostro con atención.

Su cabello seguía igual de rojo que de costumbre, podía apostar de que incluso más a comparación de años pasados. Las pecas ahora adornaban su nariz y mejillas con más notoriedad, sus ojos de color almendra seguían iguales, sus cejas se veían más pobladas y su mandíbula aún no se marcaba.

Estaba creciendo rápido, si antes no podía alcanzar bien el lavabo cuando tenía que cepillar sus dientes; para ese entonces el lavabo llegaba por debajo de su pecho, así que podía verse mejor en el espejo. Su padre, en muchas ocasiones, le había contado que mientras fuera creciendo adoptaría rasgos faciales y corporales muy diferentes, quizá alguna espinilla, quizá algún lunar nuevo, o incluso más pecas de las que podría contar en su rostro y hombros.

Ese era un miedo que desarrolló un año antes, porque viendo a los niños más grandes de su colegio que tenían alrededor de quince años o más, con sus rostros llenos de granitos y puntos negros, estaba más que seguro de que su apariencia se arruinaría con alguna de esas dos cosas, y era especialmente perfeccionista con su apariencia.

Con los años, aprendió que su forma de vestir y expresarse con las personas conocidas de sus padres era un gran beneficio para él. Nadie podría resistirse a su encanto, a su cabello rojo y rostro angelical, por lo que recibía regalos, más de los que podría guardar en su habitación, entre ropa, dinero y juguetes. Pero al tener demasiados hasta para coleccionarlos, muchos de ellos los vendía en secreto o los llevaba a casa de su mejor amigo, Estefano.

Recordó que se le estaba haciendo tarde para ir a verlo.

La amistad que tenía con Estefano le gustaba, se sentía bien estando con él y haciendo cualquier cosa que se les ocurriera. Tenía una imaginación extraordinaria que complementaba la suya que todo lo analizaba. Muchas veces discutían por asuntos absurdos que terminaban haciéndolos reír de buenas a primeras. También tenían diferencias con respecto a decisiones.

Sabía que Estefano era mayor que él, y asimismo, también sabía que su forma de pensar era muy diferente a la suya. Estefano era un adolescente bastante responsable, tenía buenas calificaciones en la escuela, ayudaba a su padre con el trabajo y cada día aprendía cosas nuevas de él.

Y si pudiera amarte...Donde viven las historias. Descúbrelo ahora