Capítulo 27

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Castles crumbling — Taylor's Version.




Por primera vez sentí miedo e inseguridad de regresar. Había aprobado con creces, y lo supe por la llamada que hizo Thompson mientras volvíamos a la oficina en la furgoneta.

¿Lo malo? Es que ahora tocaba la despedida y el cambio; eso que tan poco deseaba.

No quería separarme de él, seguía sin querer que estuviese infiltrado. Sin embargo, debía mantener la cabeza alta y aceptar la situación. Confiaba en él, era mucho más que inteligente y astuto... Pero del que no me fiaba aún era mi padre. Y a pesar de que mi trato con Sebastián incluía mantener siempre seguro y con vida a Samuel, temía porque yo no estaría ahí para controlar la situación.

Extrañaría su simple presencia. Nuestras miradas que tanto me gustaban, esas en las que no necesitábamos palabras y sabíamos lo que pensábamos. Su forma de tocarme, de quererme. Me costaría estar sin ese confort que me proporcionó. Esa paz mental que aportaba cuando me abrazaba, o hasta sonreía. Extrañaría dormir juntos; irnos a la cama cada uno en su lado y amanecer enganchados y revueltos. Incluso cuando eso no sucedía pero siempre había contacto, aunque fuese una simple mano, o hasta un pie, sobre el otro para asegurarnos de que estaba ahí.

Lo que teníamos era puro e incomprensible para el resto del mundo. Si uno se movía, el otro lo hacía al compás. Como imanes. Era intenso; vehemente. Éramos de esos que no sólo recibiríamos un balazo por el otro, sino que además recorreríamos la Tierra buscando al cabrón que disparó. Estábamos conectados a un punto que nadie podía entender. Juntos no teníamos miedo, sino todo lo contrario: éramos más valientes.

Extrañaría hasta discutir con él, que nuestros caracteres chocasen de vez en cuando. Además, si alguien supo aplacar mi desmedido orgullo fue él.

Sentados, Samuel y yo detrás, sentí sus dedos rozar la palma de mi mano y dejar pequeñas caricias. Una vez más pareció leer mi cabeza y saber apaciguar mi caos mental. Esa era una de las cosas que más apreciaba de él: me conocía. Sabía cómo tratar conmigo, qué hacer cuando mi mundo interior era demasiado ruidoso.

Giré mi rostro hacia él y le regalé una casi inadvertida sonrisa; hacerle saber que lo apreciaba. Ambos sabíamos qué pasaría llegados este punto y, aún así, nunca fuimos capaces de hablar sobre ello. Quizá ese fue nuestro verdadero error.

Los dos sabíamos que sucedería, pero ninguno quiso compartir su dolor o inseguridad. Al menos no directamente. Quizá el otro intentaba ser fuerte por los dos, incluso si éramos conscientes que ninguno quería pasar por todo esto y huiríamos juntos si el otro lo pidiese.

El día pareció no avanzar. Nadie bajó a la residencia y ya me temí lo peor: que hubiese partido sin podernos tan siquiera ver una última vez. Constantemente me encontré mirando  hacia la puerta, en silencio, esperando escuchar ese horripilante sonido que tenía al activarse, pero que indicaba que volvía a mi lado.

Nadie vino.

La noche cayó entre canciones que parecían ser escritas para mí y batallas mentales que no llegaron a ningún destino coherente acostada en el sofá.

Me levanté de un salto y fui hacia el pasillo cuando un ruido, ese que tanto esperé, inundó la residencia casi a media noche. Mi corazón se aceleró aún más al llegar y verle al otro lado de este. El tiempo se detuvo a nuestro alrededor y el mundo dejó de existir por un momento. Sus ojos gritaron lo que no éramos capaces de decir. Sin necesidad de palabras entendíamos el dolor del otro reflejado en su mirada. Sentí incluso su pena, diciéndome: perdóname por no haber venido antes. Pero él ya estaba aquí y fue lo único que me importó. Había venido a verme. Tiró al suelo la bolsa que traía, así como ambos fuimos hacia el otro hasta fundirnos en un ansiado beso.

Sus manos me estrecharon contra su cuerpo por la cintura entre besos mientras las mías acunaron su rostro. Todo volvía a estar en su sitio; juntos. Me alzó hasta enroscar mis piernas alrededor de su cintura y mis dedos se deshicieron de la camiseta que traía mientras íbamos hacia el cuarto. Queríamos demostrarnos, sentirnos; darnos un último deseo antes de que la realidad se interpusiera en su totalidad. Pero sobre todo deseábamos intentar saciarnos del otro incluso si sabíamos que eso nunca sería posible.

Caímos sobre la cama inmersos en todo lo que experimentábamos en ese preciso instante; tan distinto a cualquier otra vez. Cada beso que nos regalábamos era suave y hambriento, creando algo agridulce. Cada caricia era especial porque parecía la primera, incluso si se acercaba más a ser la última. No dejamos ningún recoveco del otro sin besar y disfrutar mientras nos desnudamos.

Único era todo lo que podía describir lo que esa noche sucedió. Porque no fue sólo un acto meramente físico. Nos quisimos de la forma más pura y humana posible. Nos dijimos a besos y caricias, a miradas y gemidos, y hasta a pequeños bocados, lo que sentíamos por el otro hasta caer rendidos entre las sábanas habiendo hecho el amor.

Sin embargo, todo lo que vino después de esa velada fue vacío. El corazón pareció detenérseme por unos segundos y la realidad interponerse, dándome un bofetón. Esa mañana él ya no estaba en la cama cuando abrí los ojos y miré a mi lado, salvo un sobre blanco con mi nombre escrito en el dorso.

Esa mañana experimenté lo más cercano a un corazón roto cuando abrí la carta y leí:

Ninguno habría podido hacerlo si nos hubiésemos cruzado una última vez. Ni a ti te gustan las despedidas, ni a mí tenerlas contigo. Porque no quiero despedirme de ti, Lipa.

Nos veremos pronto, eso te lo prometo. Tengo que hacerlo, todo. Por el plan. Confía en mí.

Samuel.

Noté que el sobre traía algo más y examiné el interior. Al darle la vuelta un pequeño abalorio cayó en la palma de mi mano. Era un trébol de cuatro hojas, las cuáles eran diminutas esmeraldas. Dolió, porque representaba una conversación que tuvimos una noche. Yo siempre le aseguraba que la suerte no existía, que todo era fruto del trabajo tanto directo como indirecto. Pero él aseguraba que fue cosa de la fortuna que nos cruzásemos ese día y le asignaran conmigo. A partir de ahí, siempre  creyó que yo era su suerte.

Batallé inútilmente contra las lágrimas que acabaron rodando por mis mejillas a borbotones. A lo largo de mi vida había experimentado el dolor en más aspectos de los que alguien debiese, pero aquello... Me rompió completamente.

Entendía por qué lo hizo, era lo más sensato. Pero esa parte de mí siempre querría verlo una última vez y jamás quedaría satisfecha; queriendo más. Sin embargo, lo sentí como una promesa para reencontrarnos algún día y me aferré a ello lo mejor que supe.

Me sentí pequeña, diminuta, por primera vez. Sentí el peso de todo a mi alrededor, la presión en pecho aumentando y el vacío que me quedó; todo eso contra lo que lucharía los próximos meses encerrada en la residencia.

TODO, POR EL PLANDonde viven las historias. Descúbrelo ahora